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Incendiar al país

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Moisés Sánchez Limón / Mensaje Político

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 Entresemana 

26601-800-480 En la historia mexicana hay huellas de importantes actores que alimentaron movimientos contra sus enemigos políticos, asidos a hechos que generaban indignación pública. La política en las ligas mayores no es juego de niños; los intereses tienen alto precio.

Cuando en 1968 se responsabilizó al entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, de haber azuzado la violencia contra los estudiantes hasta reprimirlos con la fuerza pública el 2 de Octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, había evidencias de que la mano que mecía la cuna era la de él, no del presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Empero, ya por omisión y conveniencia personal, Díaz Ordaz como comandante Supremo de las Fuerzas Armadas y Presidente de la República, fue factor decisivo para que prosperara la represión que devino en una cantidad aún no precisada –quizá miles– de jóvenes y adultos asesinados por integrantes del Batallón Olimpia y de la Dirección Federal de Seguridad, incluso de la policía secreta capitalina.

¿A quién obedecía Luis Echeverría para involucrar a los militares en actos represivos y, de suyo, sangrientos? En los hechos era el vicepresidente y ascendió a la Presidencia como sucesor de Díaz Ordaz, quien demostró su inconformidad con la candidatura de Echeverría, el día en que éste en un acto con estudiantes de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo pidió un minuto de silencio por los muertos el 2 de Octubre. Cínico oportunismo electoral.

Díaz Ordaz quiso cambiar de candidato pero ni su alta investidura logró ese fin. Echeverría rindió protesta como Presidente de la República y, meses después, el 10 de junio de 1971, frenó una marcha estudiantil reprimiéndola a balazos y golpes de varas de kendo, con el grupo paramilitar Los Halcones, determinante para descarrilar las aspiraciones presidenciales del efímero jefe del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, quien debió renunciar al cargo.

Ocho años después, el sistema le pagó con la gubernatura de Nuevo León. Volvió a los escenarios políticos y fue senador en los sexenios de Carlos Salinas de Gortari y de Ernesto Zedillo Ponce de León. Pero sus aspiraciones presidenciales las acotó Luis Echeverría responsabilizándolo de ordenar la represión con uso de Los Halcones, cuya existencia negó puerilmente Martínez Domínguez.

Un ejemplo más del uso de grupos de poder que alimentan ánimos de linchamiento público, fue el de Ernesto Zedillo Ponce de León, quien aprovechó la mala fama que arrastraba Raúl Salinas de Gortari para descalificar a su antecesor, Carlos Salinas de Gortari, con una campaña de desprestigio que llevó a prisión a Raúl acusándolo de ser autor intelectual –hubo una historia fabricada que lo señaló material—del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu. Un diputado priista, Manuel Muñoz Rocha, se prestó para el montaje y se esfumó. Supuestamente murió, mas nunca se localizó su cuerpo. Hay evidencias de que simplemente se le cambió la identidad y vive en Estados Unidos.

Los de Ruiz Massieu y de Colosio, no fueron asesinatos producto de criminales fortuitos. Ambos tienen todos los elementos del crimen político. El de Colosio arrastró famas públicas, destrozó carreras y la vida de inocentes como Othón Cortés. Nadie se traga la versión de que Mario Aburto procedió motu proprio en busca de la fama como “Caballero Águila”.

El tiempo sirvió para dejar en el calendario de las efemérides las muertes de José Francisco y Luis Donaldo. Hoy se les rinde homenaje en la pretendida idea de que fueron mártires de la democracia. Los autores intelectuales de los asesinatos se escurrieron bajo el manto del anonimato perverso y la impunidad. Dos asesinos materiales están en la posibilidad de recuperar su libertad. ¿Y?

No hay duda alguna de que la amnesia política en México es de uso común. Con la represión de estudiantes en 1968 y en 1971, se acusó crimen de Estado. Pero fueron factores que, como en los casos del alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional el 1 de enero de 1994 y los asesinatos de José Francisco y Luis Donaldo, en marzo y septiembre de ese año, intereses políticos y criminales pretendieron utilizar para incendiar al país.

Hoy, entre importantes sectores de la sociedad mexicana se fortalece la versión de que desde alguna parte del gobierno federal se ha orquestado la espiral de violencia que, el sábado último, tuvo dos actos de suyo delictivos: quemar una puerta de Palacio Nacional y pretender derribarla con vallas metálicas e incendiar varios vehículos frente al palacio de gobierno de Guerrero, en Chilpancingo. Días antes, frente a la rectoría de la UNAM, sobre la avenida Insurgentes, fueron quemados un Metrobús y una estación de este sistema de transporte público.

Sin embargo, en el gobierno federal no ha habido una voz que rechace dicha versión, por lo menos para frenar la creciente ola de descalificaciones contra el presidente Enrique Peña Nieto y el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam.

La postura oficial de informar respecto de cada paso en torno del caso de los 43 normalistas desparecidos, más que frenar o atemperar el clima violento lo alimenta. La frase de Murillo Karam (“ya me cansé”) dicha al final de la conferencia de prensa, en la que informó del estado de las investigaciones, infortunadamente se asumió como el hartazgo de la autoridad federal acerca del asunto de Ayotzinapa, alimentó la indignación popular y la perversa pretensión de incendiar al país.

Tienen razón quienes sospechan y acusan que desde el gobierno federal se alimentan los actos violentos; incluso que se han infiltrado jóvenes militares en los actos vandálicos. Pero, si en la oficina principal de Los Pinos hay decisión de frenar esta escalada, bien se hará en utilizar estos sistemas de inteligencia –del Cisen y de las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina—para indagar de dónde viene el fuego amigo que pretende incendiar al país. Es una decisión de extrema urgencia.

Y es que, no es gratuito que a la demanda de que aparezcan con vida los 43 normalistas, se sume la exigencia de renuncia del presidente Peña Nieto, del procurador Murillo Karam y hasta de todos los diputados y senadores.

¿Y quién para sustituir a Enrique Peña Nieto? No, no nos engañemos con las frases lapidarias ni los actos violentos que se han trepado, vía dizque indignados ciudadanos y anarquistas, a un movimiento válido y de innegable respaldo social, como es el caso Ayotzinapa.

Por eso, personajes como José Alcaraz, vocero de la “Caravana 43×43”, quien no es nuevo en estas movilizaciones, debe evitar sumarse a esas corrientes que buscan incendiar al país. Porque, eso de advertir en el Zócalo de la Ciudad de México: “No nos obliguen a usar la violencia, nos deben de garantizar la seguridad y cumplir con su responsabilidad constitucional mandatada por el país”, como mensaje al gobierno federal, más que abonar a favor del movimiento lo involucra en esa corriente de vándalos que, horas antes, habían pretendido ingresar a Palacio Nacional. Conste.

 

 

 

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