Agustín Castilla
@agus_castilla
El asesinato y desaparición de estudiantes de la escuela Normal de Ayotzinapa por parte de elementos de las policías municipales, presuntamente por órdenes del alcalde de Iguala para entregarlos al grupo criminal Guerreros Unidos, rebasa por mucho el ámbito penal y bajo ninguna óptica pueden ser considerados como hechos aislados o excepcionales, que se circunscriben a un espacio geográfico, como en un inicio pretendieron las autoridades estatales y federales. Lo sucedido en este municipio de Guerrero, muestra con nitidez el nivel de violencia y degradación al que puede llegar una sociedad, y sintetiza lo peor de la política mexicana.
Conforme pasa el tiempo, surgen nuevos elementos que han permitido ir reconstruyendo esta historia de horror, que ha llenado de dolor e indignación a un pueblo al que ya poco o nada sorprende. No puedo evitar acordarme de la película “La Ley de Herodes”, que en su momento nos sacudió por su crudeza -y tal vez muchos pensaban que se trataba de una exageración-, pero dadas las circunstancias, hoy, ha quedado reducida, a una mera caricatura de nuestra triste realidad nacional.
Son muchas las versiones de policías al servicio del narco o de políticos, que reciben apoyos para sus campañas, pactan con algún grupo del crimen organizado para mantener cierta estabilidad, o se hacen de la vista gorda para evitarse problemas, pero no recuerdo un caso tan evidente en el que no sólo ha desaparecido la línea divisoria entre la función estatal y la actividad de la delincuencia, sino que incluso, ésta ejerce las tareas de gobierno a través del voto popular ante la mirada complaciente de la clase política.
No hay forma de que el Partido de la Revolución Democrática, que postuló a José Luis Abarca, hoy prófugo, no haya tenido cuando menos indicios serios de sus actividades y sus vínculos. Tan sólo sus antecedentes familiares ya eran motivo suficiente de alerta, al igual que su repentina fortuna.
Tampoco se explica la ineficacia de los servicios de inteligencia, o la indiferencia del gobernador Ángel Aguirre –quien sigue aferrado al cargo- y de la PGR, siendo que hace más de un año se denunció que Abarca era responsable de la muerte de tres activistas del Frente Unidad Popular, y que personalmente ejecutó a Arturo Hernández Cardona con una escopeta.
Pero pareciera que para la clase política nada de esto importa, que los límites ya no existen y todo se vale con tal de cuidar su imagen, eludir el costo político, ganar elecciones y mantener sus privilegios. Porque de no ser así, me pregunto ¿cómo interpretamos su reacción titubeante y errática -cuando no omisa- aún tratándose de un crimen que podría calificarse como de lesa humanidad?
Resulta claro que no fue sino hasta que sintieron la presión internacional, cuando le empezaron a dar la debida atención al asunto, pero ni siquiera ello ha sido suficiente para resolver el caso, y asumir cabalmente su responsabilidad política, quizá porque están acostumbrados a que generalmente no hay mayores consecuencias.
Lo que no se han dado cuenta, es que con cada revelación de excesos, complicidades, corrupción o incapacidad, el nivel de hartazgo social ha ido creciendo, y que la gobernabilidad se está poniendo en riesgo. Los brotes de inconformidad en Guerrero y muchas otras zonas de la República Mexicana, así lo demuestran. Es indispensable que, a la frivolidad y ambición de buena parte de la clase política, se impongan las voces sensatas y responsables -que también las hay- y que como bien señalaba Javier Sicilia, echemos mano de la reserva moral del país. ¡Urge!