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Pascal BELTRÁN DEL RÍO/Excélsior

UyQueMiedoA menos de mes y medio de las elecciones, federales y locales, la incomodidad y la indiferencia ciudadanas con la política son fáciles de percibir.

Algunos, incluso, comienzan a renegar de la democracia. He leído textos en los que gente ilustrada dice que hay que revisarla porque no nos ha dado los frutos deseados.

La mayoría de las personas con las que hablo sobre los próximos comicios no quiere saber nada de ellos. Unos, porque están demasiado ocupados; otros, porque les parece que los políticos son todos una basura y da lo mismo si uno vota o no.

Luego están los milenaristas: aquellos que esperan que aparezca un mesías que nos lleve a la tierra prometida y piensan que, mientras tanto, no vale la pena preocuparse por cosas mundanas como enterarse quiénes son los candidatos en el lugar donde viven y comparar lo que cada uno propone.

Todas esas actitudes son resultado de lo mismo: de un alejamiento de los ciudadanos de las tareas que todos debemos cumplir en una democracia. Sí, ser ciudadano es un trabajo.

Pensemos en la democracia como un autobús en marcha. De lo que se trata es de decirle al conductor a dónde queremos que nos lleve. Si usted no habla, si no se genera consenso entre los pasajeros que viajan en ese mismo autobús sobre la ruta a tomar, el chofer lo llevará a usted y a los demás a donde quiera.

Y eso es lo que nos ha pasado en los últimos años. Los políticos nos han conducido por donde ellos han querido. Si no nos gusta el camino, nos quedan dos opciones: rumiar en nuestros asientos o levantarnos y decirle al chofer que cambie de destino.

Nunca he entendido la indiferencia hacia la política porque ésta tiene la capacidad de influir en todo, incluso en el aire que respiramos.

La democracia nunca es perfecta. No se puede arribar a un Shangri-La democrático, donde todos los gobernantes y representantes sean impolutos y todos los habitantes del país vivan en armonía y sin grandes diferencias sociales.

Por eso siempre he creído que Joseph de Maistre tuvo razón cuando acuñó la frase de que los pueblos tienen los gobiernos que merecen. No porque estén condenados a tener malos gobiernos, sino porque éstos son tan buenos como la participación de la ciudadanía en los asuntos que incumben a todos.

Hemos inventado muchos pretextos para explicar por qué tenemos políticos tan limitados y rapaces.

Uno de ellos es que la mayoría de los mexicanos son tan ignorantes que los partidos los manipulan a su antojo. Es cierto que existe un gran rezago educativo en el país, pero la solución a ese problema también está en la democracia.

El argumento de la mayoría ignorante suele esgrimirlo una minoría ilustrada que se siente más preparada para la democracia que los demás.

Es la gente que pide que México no juegue con Brasil el 7 de junio porque la mayoría de los mexicanos son tan tontos que bastará que vean el cotejo para que salgan a votar por el partido cuyos colores son los mismos que los del Tri.

Además, como muchos de ellos no saben de futbol, no se han enterado que este año la selección sólo tiene dos playeras: una negra y una blanca.

Yo rechazo esa idea de que la mayoría de la gente es tonta —no se necesita un doctorado para saber lo que necesita una comunidad y votar por ello—, pero estoy seguro que es muy apática. Y esa apatía ha generado la brecha que existe actualmente entre gobernantes y gobernados.

Hay quienes quieren abrir más esa brecha y apuestan a que eso generará una revuelta que mandará a la calle a todos los políticos. ¿Y después qué? Vendrán otros políticos que los sustituirán y harán lo que quieran. Vea usted a Venezuela.

La belleza de la democracia es que todos tenemos el derecho de decirle al conductor por cuál ruta queremos que nos lleve.

La mayoría ha decidido permanecer callada en su asiento. Algunos levantan la vista y se dan cuenta que el camión ha tomado la ruta equivocada.

“No era por ahí”, dicen, pero ¿en qué momento indicaron el destino que deseaban?

La belleza de la democracia es que permite a los ciudadanos corregir errores como ése.

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