José Elías ROMERO APIS/Excélsior
Pascal Beltrán del Río me comentó que le produjo una desazón mi más reciente reflexión semanal. Que coincidía conmigo en nuestra insuficiencia o hasta carencia de ideas nacionales. Me agregó que le resultaría muy difícil describir a México en el extranjero. Que no imagina las ideas que guiarán a los mexicanos dentro de 30 años.
Con esto, a su vez, me retroalimentó inquietudes. De inmediato pensé en mis hijos cuando, en el 2045, tendrán la misma edad que yo tengo ahora y cuando sus hijos tendrán la edad que hoy tienen ellos. Me resulta una pesadilla imaginar la posibilidad de que, en ese entonces, mis hijos consideren que fue mejor el México que tuvieron su padre y su abuelo que el que tienen ellos y el que tendrán mis nietos.
Desde luego, yo no logro imaginar, con precisión, el México de entonces. Me resulta más sencillo adivinar el futuro de China, el de Estados Unidos y el de varios países europeos. Se me dirá que ello es porque son ricos. Pero vamos a Latinoamérica, donde la riqueza no es signo distintivo y, sin embargo, también logro adivinar el porvenir de Chile e, incluso, el de Panamá. Me es más fácil que con el de Argentina y Brasil, que son países más ricos. En el otro extremo, por desgracia creo adivinar el destino de Haití. Es difícil describir a México, ya no se diga definirlo. No sé cómo explicar que mi país es, al mismo tiempo, muy rico y muy pobre. Que México es un país muy rico, pero que está lleno de mexicanos muy pobres. Porque somos como la doceava potencia económica del planeta. Nosotros somos uno de los más importantes productores de petróleo, de automóviles, de autopartes y de agroproductos. Pero, también, somos uno de los más importantes productores de pobres, donde están ahogándose 60 millones de personas, sumergidas en el pozo de la pobreza.
No sé cómo explicar que los mexicanos vivimos nuestros primeros 50 años nacionales en medio de la anarquía para, de allí, pasar a siglo y medio con una brutal concentración del poder político a través de la sucesión de un consulado, de una dictadura, de un caudillato, de un monopartidismo y, hoy, de un politburó pluripartidista y polisectorial, pero cuya nomenklatura no es mayor de cien personas dotadas de poder real y efectivo. No sé cómo describir que los bienes de nuestra educación también se han concentrado cada vez en menos beneficiarios. Que a la educación de alta calidad sólo tienen acceso muy pocos privilegiados que pueden estudiar en las diez universidades mexicanas o extranjeras cuyo rankeo es el único aceptado por los más importantes empleadores, incluyendo al gobierno.
No sé cómo confesar que esa concentración del poder político, del activo económico y del beneficio educacional separará a dos Méxicos. Uno, integrado por un estrato de masas, siempre indescifrable, y otro, integrado por un estrato de élites, siempre impredecible.
No adivino las ideas en las que pensarán esos 150 millones de mexicanos, entre los cuales puede haber 100 millones de electores a los que ya no les gustará el reparto mexicano del poder, 80 millones de pobres a los que ya no les gustará el reparto mexicano de la riqueza y 90 millones de jóvenes a los que ya no les gustará el reparto mexicano de los empleos. En fin, no logro presagiar el futuro de los míos. No sé si México será más soberano o más sometido, si tendrá más libertad o más endurecimiento, más democracia o más partidocracia, más descentralización o más centralismo. No sé si tendrán un país seguro o inseguro, estable o inestable, rico o pobre, limpio o corrupto, feliz o triste. Aclaro que no soy un cronoinvidente. Hace 40 años vi y decidí ser lo que ahora soy y hace 30 supuse que mis hijos serían lo que son ahora. Toda la vida me he entrenado para percibir lo que es, pero que no está a la vista. Para vislumbrar lo que existe, pero que está muy lejos. Y para presentir lo que no ha llegado, pero que está por venir. Pero no resuelvo si éste será un país de la justicia o de la venganza, de la equidad o de la concentración, de la gobernabilidad o de la anarquía, del desarrollo o del retroceso, de la guerra o de la paz.
Tengo mayor esperanza en los jóvenes que en mis contemporáneos. Creo que a ellos ya no les gustará nuestra corrupción, nuestra irresponsabilidad, nuestra inconsciencia, nuestras equivocaciones, nuestra debilidad, nuestras ideas y nuestro cinismo. Pero, al mismo tiempo, tengo el desasosiego de que, para entonces, tampoco les guste nuestra raigambre, nuestra cuna, nuestra estirpe, nuestra esperanza, nuestra gente y nuestra nación. ¡Vamos!, tengo la zozobra de que ya no les guste México. Por eso, a veces, presagio la pesadilla de tener un México inefable. Un México inexplicable por nuestra equivocación, indescriptible por nuestra culpa e inconfesable por nuestra vergüenza.