Luis Carlos Rodríguez G. / Mensaje Político
Tal Cual
Hace unos dos años en el panteón del pueblo de mi madre, en Pastor Ortiz, Michoacán, frente a la tumba de mis abuelos y tíos platicaba con una sobrina que es maestra y filosofa sobre la importancia de saber quiénes son nuestros antepasados, de dónde vinieron, el origen de los apellidos, cómo vivieron, a qué se dedicaron, en qué nos parecemos, porque finalmente, lo queramos o no, es nuestra huella genética, es nuestra historia, que es importante para nosotros mismos y nuestros hijos.
Por estos días los panteones de Michoacán, de Guerrero, del estado de México y de todo el país son verdaderos romerías de vendimia de flores, de comida, de música, de veladoras, de bebida, pero sobre todo de recuerdos, de anécdotas, de convivir un rato con nuestro pasado, con nuestros difuntos, pero también con la familia, con los paisanos del pueblo, con los amigos de la infancia, con la vida que en algún momento compartimos.
Comento lo anterior porque en México en la última década, pero sobre todo en los recientes años se percibe, sobre todo en algunas entidades, una gran incertidumbre por la vida, por la seguridad, por la tranquilidad, por el regresar “con bien” después de viajar a determinado lugar, estado o ciudad, por llegar al extremo de agradecer que en un ilícito sólo se llevaron el automóvil, el teléfono o la cartera, pero no nos hicieron daño.
El derecho universal a la vida, a la seguridad, a la libertad de poder transitar por el país, parece más una metáfora o un discurso político que la realidad. Lo que empezó con Felipe Calderón y su declarada “guerra contra el narco” parece no tener fin en estos días.
Hoy los panteones, antes ubicados en zonas bien determinadas en cada población, ya no tienen coordenadas geográficas exactas. Las decenas de fosas clandestinas encontradas en Iguala con mexicanos aún no identificados es parte de la pérdida de valores, del derecho a la vida y la seguridad que el Estado mexicano está obligado a otorgar a los más de 120 millones de habitantes del país.
Pero no se trata sólo de Guerrero, recordemos las fosas de San Fernando, Tamaulipas repletas de migrantes; las de la frontera Jalisco-Michoacán, allá por los rumbos de La Barca, con un número indeterminado de cadáveres; las aguas negras del Estado de México donde han flotado cuerpos de mujeres que habían desaparecido hace meses; o las fosas de Tijuana donde un tipo apodado “El Pozolero” desintegró cuerpos de cientos de personas por encargo de un cártel de la droga.
Todos esos muertos sin nombre, en fosas clandestinas, que son buscados por sus familiares y que de acuerdo a cifras oficiales son más de 22 mil desaparecidos desde el sexenio anterior a la fecha. Todos y cada uno de ellos tenían un nombre, una identidad, una ocupación, una familia que los sigue esperando.
En el 2011 se aprobó en la Cámara de Diputados una reforma al artículo 705 del Código Civil Federal en materia de declaratoria de ausencia y la presunción de muerte de las personas. Impulsada por el entonces diputado federal y hoy senador, Arturo Zamora Jiménez, la reforma plantea agilizar las herencias, los seguros y otros derechos sucesorios en favor de familiares de militares, policías y civiles que hayan sido secuestrados o levantados por la delincuencia organizada y que sus cuerpos no aparecen.
La reforma tiene más de tres años “congelada” en el Senado. Más allá de la indefensión en que quedan familiares de desaparecidos en materia de pensiones, herencias y economía, son miles los mexicanos que ni siquiera sus parientes, sus esposas, sus hijos, saben dónde reposan sus restos.
Son días de venerar a los muertos en México. Son días de incertidumbre sobre la vida de 43 estudiantes desaparecidos que se suman a los más de 22 mil que nunca regresaron a sus casas en los últimos ocho años. Son días aciagos para el país. Ojala que pronto México ya no lo veamos como el gran panteón clandestino en que se ha convertido y celebremos el derecho a la vida, a la seguridad y la identidad.