Oaxaca, tierra de nadie
Oaxaca ha sido, en los últimos tiempos un Estado de excepción. ¿Por qué? Porque desde hace mucho tiempo se ha permitido la anarquía, la impunidad, la violación flagrante a los derechos civiles. Hemos vivido días de terror, de zozobra, de miedo a que nuestras libertades sean conculcadas. Para nadie fue motivo de orgullo que durante la jornada electoral del siete de junio, sobrevolaran el estado aeronaves del Ejército, la Marina-Armada de México y la Policía Federal, para garantizar que el proceso se realizara en paz. Las acciones del magisterio no han sido en el marco de la libre expresión, sino del sabotaje y del terrorismo. Se ha llegado al límite, en un juego del llamado suma cero, en el que todos perdemos. Hay un justificado hartazgo social, porque se ha visto que durante los años que lleva el gobierno de la alternancia, los abusos y atropellos de la Sección 22 se han exacerbado.
Lo peor que pudo haber hecho la conflictiva Sección 22, como punta de lanza de la CNTE, es tomar al pueblo oaxaqueño como rehén, en su propósito de provocar al Estado. Craso error: hoy todo mundo le da la espalda. Porque además, al interior, como émulos del fascismo, han instrumentado políticas de terror y sojuzgamiento: maestros del Istmo que no fueran a la toma de la Refinería tenían que pagar mil pesos por día. Igual los que no fueron a protestar al DF. El juego sucio quedó al descubierto. El terrorismo magisterial obedeció, obviamente, a una consigna política. Apoyan a ciertos partidos y a personajes mesiánicos. Los actos de intimidación y sabotaje estuvieron bien delimitados y manipulados. No fueron fortuitos. Y es que jamás en la historia política oaxaqueña, ni siquiera en el 2006, los oaxaqueños tuvimos una jornada electoral bajo presión. Quema de casillas y material electoral, por parte de encapuchados y vándalos del brazo golpeador del Cártel-22: el FPR. Al menos 25 fueron detenidos. Se asumieron inocentes.
En los viejos cánones de la política y de los estudiosos del Derecho, el buen gobierno debe partir de la premisa de que en todo conflicto, hay que agotar el diálogo, la negociación, la concertación. Cuando se han agotado dichos mecanismos, por la cerrazón, por el empecinamiento o porque algunos de los actores insista en caminar al filo de la legalidad, el único camino que queda es la fuerza. El monopolio de la fuerza legítima la tiene el Estado, eso lo aprendimos de Max Weber. Pero también aprendimos que todo gobernante debe privilegiar la ética de la responsabilidad y no la ética de la convicción. No puede darse el lujo de salvaguardar los derechos de los menos en perjuicio de los más. Eso es sectarismo o una mal entendida responsabilidad republicana. Tampoco se puede gobernar con miedo. La omisión en la aplicación de la ley, las vacilaciones o la duda, conlleva el riesgo de pasar a la historia con estigmas y etiquetas negativas.
El Frankestein magisterial y la centena de organizaciones sociales que medran en el miedo a aplicar la ley, no han crecido de manera fortuita. No. Son manejados con aviesos propósitos. Sorprende que el Estado, quien debe ser el ente más informado no lo sepa y finja demencia creyendo que los agitadores de siempre sólo van en pos de demandas gremiales o exigencias coyunturales. No. Todo ha obedecido a un plan de desestabilización perfectamente orquestado. Sin embargo, somos muchos más los que aspiramos al orden y la legalidad, que aquellos grupúsculos que al pretender conservar sus privilegios y prebendas económicas, tratan de protegerlos a través de la violencia y la anarquía, violentando los derechos humanos de la mayoría, que obviamente la miopía de algunos organismos gubernamentales y no gubernamentales, no ven.
