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Donald Trump reconoce oficialmente a Jerusalén como capital de Israel

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El viento de la ira vuelve a amenazar Oriente Próximo. En un gesto tan simbólico como demoledor, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reconoce a la milenaria Jerusalén como capital de Israel y ordena un plan para trasladar ahí su Embajada. Aunque la mudanza tardará años y puede que nunca se materialice, la altisonante proclamación rompe con décadas de política exterior norteamericana y abre un ciclo sombrío para las agónicas negociaciones de paz entre israelíes y palestinos.

Trump ha vuelto a actuar de espaldas al mundo. Salvo Rusia, que ya aceptó a principios de años la capitalidad de Jerusalén, Europa, China, las grandes potencias musulmanas e incluso el Papa han alertado del volcán que está a punto de entrar en erupción. «Hago un fuerte llamamiento para que todos respeten el statu quo de la ciudad, de conformidad con las resoluciones pertinentes de la ONU», ha dicho Francisco. “Esto es un disparate de dimensiones históricas que amenaza a toda la región”, ha sentenciado el exdirector de la CIA John Brennan (2013-2017).

Ante la tormenta que se avecina, la Casa Blanca se ha refugiado en que se trata del mero “reconocimiento de una realidad histórica”, en la aceptación de un hecho consolidado tanto por el pasado como por el presente. “Durante años, hemos mantenido la ambigüedad para facilitar el proceso de paz, pero está claro que la localización física de la Embajada no es materia de un acuerdo y en todo caso nada cambia en nuestra política en la zona”, ha explicado un portavoz de la Casa Blanca.

Pocos expertos lo creen. El reconocimiento alcanza la médula de las relaciones palestino-israelíes. Jerusalén no es solo una ciudad o una capital. Es un símbolo. Un lugar roto por la historia, cuarteado por siglos de luchas y ocupaciones hasta formar un rompecabezas que nadie ha logrado resolver. Reclamada por israelíes y palestinos, la comunidad internacional había soslayado el dilema edificando sus embajadas en Tel Aviv y dando a esta tierra milenaria un estatuto más propio del limbo que de una nación desarrollada.

La decisión de Trump acaba con esta distancia y toca carne viva. De un manotazo impone un nuevo equilibrio de fuerzas. El tablero proisraelí gana ficha y los palestinos retroceden. Para amortiguar la reacción, EE UU ha insistido en que el desplazamiento de la Embajada de Tel Aviv a Jerusalén requerirá años. Ha alegado todo tipo de motivos de seguridad, burocráticos y constructivos, incluso ha vuelto a firmar el aplazamiento que exige el Congreso para mantener la legación actual, pero todo ello no ha podido ocultar que en esta jugada ha habido un ganador: Israel y sus halcones en la Casa Blanca. Entre ellos, el mismo presidente.

La declaración de Jerusalén es una promesa electoral del republicano. No pudo llevarla a cabo en mayo, cuando cumplía el plazo de la anterior prórroga, pero esta vez no ha dejado pasar la ocasión. Aunque la mudanza tardará y quizá, al igual que tantas cosas en Oriente Próximo, nunca se haga realidad, ha aprovechado para mostrarse ante sus financiadores electorales y sus votantes, sobre todo judíos y evangelistas, como el hombre que cumple su palabra. Ante los suyos, ha reafirmado su vitola de político sin ataduras y casi marginal, capaz de quebrar los tabúes del pasado y trazar una estructura de relaciones internacionales fiel exclusivamente a lo que él considera los intereses de Estados Unidos. Las consecuencias, como ya ocurrió con la salida del pacto contra el cambio climático, no importan demasiado. “Pueden tratar de limitar lo que quieran los daños, pero no podrán porque Jerusalén es un punto demasiado caliente”, ha declarado el antiguo enviado especial a las negociaciones Martin S. Indyk.

Para los palestinos el mensaje es devastador. Con un proceso paz depauperado, Washington ha hecho oídos sordos a las grandes potencias europeas y musulmanas, y ha señalado una vez más su lejanía de los compromisos históricos. La interpretación es clara. En este nuevo periodo, todo es mutable y ni siquiera la solución de los dos Estados es segura. “Uno o dos, aceptaré lo que acuerden”, afirmó el presidente en la visita de febrero a Washington del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.

Pero poner a los palestinos cara a la pared, aunque solo sea en el terreno simbólico, no deja de ser una apuesta arriesgada. Una estrategia que en Oriente Próximo, donde los problemas se miden por siglos y no por años, puede fallar. O lo que es peor, reactivar la espiral de violencia. La llama eterna.

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