Pascal BELTRÁN DEL RÍO/Excélsior
La integración de México al modelo de desarrollo global ha tenido resultados mixtos.
Se ha generado una pujante clase media urbana. No podría explicarse de otro modo la aparición de centros comerciales con tiendas departamentales en lugares, como el oriente del Estado de México, que hasta hace dos décadas eran cinturones de miseria.
Suba al Metro capitalino y cuente cuántos pasajeros van escuchando música, revisando mensajes o jugando videojuegos en teléfonos inteligentes. Sin embargo, si bien ese desarrollo ha cerrado la brecha de ingresos entre los habitantes de las ciudades, la ha ampliado entre éstos y los trabajadores del campo.
Lastima la realidad que viven los jornaleros agrícolas migrantes en el noroeste del país, como el caso de los rarámuri en Baja California Sur, que fue expuesto por este diario. Para ellos el desarrollo ha significado el desplazamiento como única forma de sobrevivencia.
Se trata de una población distinta de la que ha migrado a Estados Unidos por décadas en busca de oportunidades. Éstos son trabajadores a los que el hambre ha hecho huir. Personas que han sido enganchadas —a veces con todo y familia— con la promesa de un salario de miedo que, a la hora de la verdad, se traduce en una virtual esclavitud.
El desplazamiento interno rural-rural en México conlleva “no sólo mecanismos de explotación laboral y exclusión social sino, en general, la violación sistemática de los derechos fundamentales de la población migrante”, escribe Teresa Rojas Rangel, investigadora de la Universidad Pedagógica Nacional.
“La extrema pobreza en la que viven los obliga a migrar de sus territorios originales para vender su fuerza de trabajo como jornaleros estacionales en las zonas agroexportadoras del país y cuyos desplazamientos están regulados por la necesidad de fuentes de trabajo y la búsqueda de satisfactores básicos”, agrega en un trabajo de investigación publicado en febrero de 2013.
Los indígenas, dice Rojas Rangel, son las principales víctimas de este sistema cuasi feudal de contratación, al que han sido ajenas las autoridades laborales, sanitarias y educativas del país.
“Esta exclusión es resultado de múltiples factores históricos, sociales, y de las políticas públicas inequitativas —apunta la investigadora—, así como por las lucrativas dinámicas y prácticas de explotación económicas de las empresas agrícolas, cuyo poder no sólo se ejerce en los centros de trabajo sino que se extiende a las zonas de origen mediante un complejo sistema de intermediarios, donde se ejercen enraizados mecanismos de dominación social y control económico de la mano de obra jornalera migrante, lo que favorece los desplazamientos”.
El campo mexicano se ha polarizado en años recientes, explica. La exitosa agroindustria de exportación convive con una brutalmente numerosa producción de autosubsistencia, que languidece por la carencia de sustentabilidad y baja rentabilidad.
“Esta polarización productiva ha propiciado, un creciente desarrollo de la demanda de mano de obra por parte de la agricultura flexible y de producción intensiva”, apunta la doctora Rojas Rangel.
Esto ha creado un flujo migratorio interno, un fenómeno que comenzó a acelerarse en los años 90, regulado por la oferta y la demanda de fuentes de trabajo, hacia zonas con mayor desarrollo económico dentro del territorio nacional. Para muchas comunidades y familias indígenas, contratarse como trabajadores estacionales en esos campos agrícolas es la única posibilidad de sobrevivencia.
Es decir, no se trata del complemento del ingreso, como ocurre con muchos que han migrado hacia Estados Unidos y envían remesas a sus familias en México, sino del elemento definitorio de la sobrevivencia.
“La migración interna rural-rural, regulada por la demanda y la oferta de trabajo agrícola, es una migración forzada donde se inscriben cientos de miles de campesinos e indígenas empobrecidos, que de manera cíclica salen de sus territorios de origen para incorporarse a un mercado de trabajo cuyas características propician la explotación de su fuerza de trabajo en formas y niveles inaceptables en una flagrante ilegalidad”.
Es una tragedia y es inaceptable que el desarrollo mexicano haya generado su propia casta de intocables.
Apuntes al margen
¿A cuántos sufragios asciende 3% de la votación, necesaria para que un partido mantenga el registro? Depende de la participación, por supuesto. Si votara 100% de la lista nominal, serían dos millones 507 mil. Si acudiera a las urnas 42.9% de los votantes (promedio de las elecciones intermedias de 2003 y 2009) sería un millón 75 mil. Cuatro partidos políticos —PT, MC, PES y PH— batallarán por alcanzar esa cifra.
Suponiendo que salgan a votar 35.8 millones de ciudadanos (42.9% del listado nominal), más de la mitad de los votos se los repartirán el PRI y el PAN. En su peor momento, en 2006, el PRI se llevó, junto con su aliado, el Verde, 9.7 millones de votos. El PAN obtuvo una cantidad similar en las últimas intermedias, en 2009. Las encuestas otorgan a los dos partidos juntos arriba de 50% de las preferencias.
La aritmética y los antecedentes dicen que el PAN y el PRI se podrían llevar, entre ambos, al menos unos 20 millones de votos el 7 de junio. Eso deja, en el mejor de los casos, unos 15.8 a repartir entre el PRD, el Partido Verde, Morena y los cuatro partidos de la chiquillada. Si el PRD se queda con cinco millones y el PVEM con cuatro y Morena con tres, restarán, cuando mucho, 4.8 millones para repartir entre los demás.