Bitácora del director
Pascal BELTRÁN DEL RÍO
Los asesinatos de periodistas no son, por desgracia, un fenómeno nuevo en México.
Hace ya más de un siglo que fuerzas zapatistas, al mando del general Amador Salazar Jiménez, mataron a los jóvenes reporteros Ignacio Herrerías, de El País, y Humberto Strauss, de El Imparcial, cuando trataban de obtener una entrevista con Emiliano Zapata.
Y no los mataron porque se tratara de un par de “periodistas oficialistas”. El País se había ganado la enemistad del régimen de Francisco I. Madero, cuyo hermano Gustavo envió una vez a su grupo de choque, conocido popularmente como La Porra, a apedrear las oficinas del diario, que dirigía el tlaxcalteca Trinidad Sánchez Santos.
Los asesinatos de Herrerías y Strauss, en agosto de 1912, quizá fueron los primeros que provocaron una reacción organizada del gremio.
La Asociación de Periodistas Metropolitanos se reunió de emergencia para tratar el asunto y organizó una manifestación, con una bandera negra al frente.
El trabajo reporteril siempre ha sido riesgoso en México. La diferencia con lo que sucede ahora es que, durante décadas, uno podía atribuir los ataques físicos contra la prensa a los poderes públicos o a los caciques que los representaban.
Yo soy parte de una generación de reporteros que comenzó a trabajar en los medios poco después del homicidio de Manuel Buendía.
En aquellos tiempos el Estado era un ente omnipresente que establecía los límites de lo que la prensa podía decir, y no quedaba la menor duda de que un acto de intimidación a un periodista o a un medio –más aún el asesinato de un columnista como Buendía– era una represalia concebida en las entrañas de la política.
Hoy eso es mucho menos claro. Los recientes homicidios de reporteros tienen la marca del crimen organizado. Si esto no puede decirse con total certeza es porque el Estado ha perdido el control que solía tener. La incapacidad de los poderes públicos para aclarar la enorme mayoría de esas muertes es reflejo de su debilidad frente a poderes fácticos como el narcotráfico.
Por eso, marchar a Gobernación puede tener una carga simbólica –recordar a la autoridad que tiene la responsabilidad de garantizar la seguridad de los ciudadanos–, pero no reside allí, como antaño, la amenaza que se cierne sobre el trabajo periodístico.
Peor aún: tampoco se encuentra ahí la solución. Hoy la autoridad es incapaz de lograr siquiera que un autobús con policías federales francos, provenientes de Acapulco, llegue con bien a su destino.
Sucedió el lunes por la noche: una treintena de agentes desarmados, que viajaban de regreso a la Ciudad de México, fueron víctimas de tres asaltantes, que subieron a la unidad mientras el chofer iba al baño, y los despojaron de sus pertenencias. Por suerte, el desenlace no fue peor. Pudo serlo. Por lo visto nadie en el gobierno repara en que un autobús así debía llevar escolta.
Son muchas las señales de una autoridad desmadejada, lo cual deja a la población inerme frente a la delincuencia, que va ocupando todos los espacios que los poderes públicos van abandonando.
El asesinato cada vez más frecuente de comunicadores no es sólo la comprobación de que México es “uno de los lugares más peligrosos para hacer periodismo”, como es mundialmente conocido. Es algo más grave: la comprobación de que el país ha transitado, casi sin escalas, del autoritarismo centralista al feudalismo criminal.
Ojalá las buenas intenciones expresadas por el presidente Enrique Peña Nieto ante los gobernadores y el Gabinete de Seguridad, el miércoles, tuviesen la posibilidad de realizarse.
Me queda claro que las sentencias de muerte no surgen de las altas esferas de poder, como sucedía antes. No fue el caso de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos ni tampoco lo es el de mis colegas asesinados. Pero decir eso lleva a la escalofriante conclusión de que hay grupos que pueden más que el Estado. O, al menos, están pudiendo más.
BUSCAPIÉS
¿Se darán cuenta los partidos políticos del país cada vez más inmanejable que se proponen conquistar en 2018? La gravedad de los problemas de seguridad pública que enfrentamos puede pronto hacer mella en la economía. Y si eso sucede, el tobogán será inevitable. Hoy la única estrategia política razonable de cara a la sucesión presidencial es un pacto de gobernabilidad.