Bitácora del director
Pascal Beltrán del Río
WASHINGTON, DC.— La derrota del Partido Demócrata en la elección presidencial del martes se fincó en un puñado de estados que habían sido sus bastiones.
De haber ganado en lugares como Wisconsin y Pensilvania —donde los demócratas habían dominado desde 1988 y 1992, respectivamente— y otros, como Ohio y Iowa —donde triunfó Barack Obama hace cuatro años—, hoy estaríamos hablando de cómo Hillary Clinton se convirtió en la primera mujer en llegar a la Casa Blanca.
Sin embargo, esa región de blancos empobrecidos se transformó en el principal cimiento de la victoria de Donald Trump. Y hoy los demócratas se están preguntando cómo pudieron perder el apoyo de ese sector de la clase trabajadora que había sido una de sus bases más leales.
Ayer, en The Washington Post, el periodista David Maraniss —biógrafo de Bill Clinton— escribió un texto de primera plana que ilustra cómo se fincó ese vuelco en las preferencias y, con ello, una de las mayores sorpresas en la historia electoral del país.
De acuerdo con Maraniss, Bill Clinton supo ganarse el apoyo de los estadunidenses blancos sin educación universitaria, porque creció entre ellos como niño en Arkansas.
Y hubo una experiencia en la historia del matrimonio que debió haber prevenido a Hillary Clinton de dar por sentado el apoyo de ese sector.
Cuando Bill comenzó su carrera política como gobernador de Arkansas, fue echado en su primer intento de reelección, luego de apenas dos años en el cargo. La razón fue la promoción de un impuesto a los vehículos que resultó altamente impopular porque el gravamen se fijaba de acuerdo con el peso de los automotores, no de su valor, y eso afectaba más a los granjeros pobres con camiones de carga.
El blanco del furor de los electores en 1980 fue la esposa del gobernador, quien era vista, a diferencia de éste, como una intelectual desapegada de los intereses de la clase trabajadora.
Bill Clinton volvería a la gubernatura en el siguiente ciclo político y, una década después, llegaría a la Casa Blanca, pero Hillary Clinton no aprendió aquella lección de la década de los ochenta.
Para Maraniss, la destrucción de la dinastía Clinton tuvo que ver con el giro de la pareja “de la sensibilidad del centro de Estados Unidos al elitismo de la costa, de McDonald’s al veganismo”.
En un año en el que país —y, sobre todo, ese sector blanco afectado por la caída de sus ingresos, el incremento de las primas de los seguros de gastos médicos y la epidemia causada por heroína— estaba clamando por un cambio disruptivo en el escenario político, el Partido Demócrata ofreció al electorado una candidatura que encarna el arrogante tradicionalismo washingtoniano.
Lo creyeran o no, los demócratas afirmaron que el eje de la campaña era la igualdad de género: que alguien pudiera, por fin, reventar el “techo de cristal” que impedía el ascenso de una mujer a la principal posición política del país y del mundo.
Sin embargo, los datos electorales demuestran otra cosa: más de cuatro de cada diez mujeres votaron por Trump, pese a que fue exhibido durante la campaña como alguien misógino o, cuando menos, irrespetuoso hacia la dignidad de ellas.
La disyuntiva fue, más bien, de clase. Y aunque es cierto que Trump apeló a los más bajos instintos de la población blanca económicamente olvidada, los problemas de ésta fueron la gasolina que impulsó hacia el triunfo al empresario, a quienes muchos algunos califican como un “blue collar billionaire”, es decir, un multimillonario que actúa con los instintos de los trabajadores, no de la élite.
Parte de la nueva era que se está construyendo en Estados Unidos es la desaparición de las dinastías Clinton y Bush, que dominaron la política durante el último cuarto de siglo.
El resultado de los comicios del martes seguramente provocará una sacudida en los dos partidos hegemónicos.
Y si los republicanos creen que éste no es un triunfo circunstancial, se equivocarán.
Aunque ésta vez nadie podía ganar las elecciones sin tomar en cuenta las dificultades que experimentan los blancos pobres, en el futuro pesarán sobre todo los cambios demográficos —como el crecimiento de la población latina— que están transformando aceleradamente la cara de Estados Unidos.
Porque los blancos, pobres o no, se están viendo numéricamente rebasados por las minorías.