Pascal BELTRÁN DEL RÍO/Excélsior
Desde que el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados en 1997, murió el presidencialismo concebido por los triunfadores de la Revolución Mexicana para dar gobernabilidad al país.
Fue un sistema que desarrolló perversidades, pero que en su tiempo evitó que México siguiera resolviendo sus disputas políticas mediante asonadas y guerras civiles, como sucedió en el primer siglo de su historia como nación independiente.
Uno de sus grandes méritos fue la continuidad del proceso de relevo en el poder. Desde 1934, cada tres años se renueva la Cámara de Diputados y cada seis se elige un nuevo Presidente.
Pero, ¿hasta cuándo viviremos esa relativa normalidad? El modelo ya muestra claros signos de agotamiento.
Se concibió para funcionar con un partido de Estado –el PRI–, en cuyo seno se debatían las diferencias y, ya resueltas, se entregaban los acuerdos a las instituciones para ponerlos en práctica.
Gracias al talento político de Jesús Reyes Heroles, y de otros, se encontró la manera en que el PRI pudiese convivir con una oposición real. Pero cuando ésta le arrebató al partido el control de la Cámara de Diputados y, luego, del Senado, el juego, como se conocía, simplemente había terminado.
Desde 1997, el club de la clase política –ahora compuesta por tres partidos, pero con una cantidad desbordante de solicitudes de membresía– pasea el cadáver del presidencialismo tratando de hacernos creer, unos, que todavía funciona y, otros más, que es la menos mala de las soluciones.
Probablemente la razón de que ese cadáver no se haya caído del caballo es que muchos mexicanos aún piensan que, sin la figura paternal de un Presidente estarían perdidos.
Quizá desde que Texcacóatl guió desde Aztlán a las tribus nahuas que fundarían Tenochtitlán, la idea de tener un líder supremo y todopoderoso está fuertemente anclada en la psique colectiva. En los tiempos modernos, esa concentración de poder sustituyó el esfuerzo colectivo que, en otros lugares, ha sido la base de la edificación de la democracia.
Insisto en que el presidencialismo que nos heredó la Revolución tuvo su utilidad: por primera vez en su historia, México ligó décadas enteras de una vida pública sin grandes derramamientos de sangre.
Haciendo a un lado los innegables episodios de represión, México vivió en paz desde que terminó el conflicto cristero hasta que comenzó la actual convulsión provocada por el crimen organizado. Es decir, unos 75 años.
No es poca cosa, pero esa ventaja que representó el presidencialismo se agotó.
Los desacuerdos ya no se procesan en privado. Brincan al escenario público y ponen en jaque a las instituciones que antes sólo estaban acostumbradas a poner el sello de aprobado.
Hoy los sexenios se han vuelto cortos para resolver problemas y muy largos para sostener la permanente desavenencia.
“Apenas vamos a la mitad”, dice un anuncio gubernamental que parece llamar a la paciencia de la población. Reitero, si de lo que se trata es de poner fin a los muchos problemas que nos agobian, habría que reconocer que la mitad del sexenio ya se fue, pero si estamos hablando de vivir en el pleito continuo, con un Ejecutivo debilitado por los cuestionamientos, esos mismos tres años pueden ser larguísimos.
Necesitamos otra solución. Lo ideal sería pensar en un sistema distinto, pero el apremio impone ser, cuando menos, pragmáticos.
Lo mínimo que se debe pedir es una segunda vuelta electoral. En estos momentos nos persigue el fantasma de la atomización política. Ya se asomó en 2015 y seguramente la seguiremos viendo en los siguientes tres años, para culminar en 2018.
¿Se imagina la elección presidencial de ese año con un candidato del oficialismo, dos de la izquierda (López Obrador y Mancera), dos de la derecha (uno del PAN yEl Bronco) y probablemente algún otro? Podríamos estar ante la posibilidad de que quien gane esos comicios apenas raye 30% de los votos. ¿Eso queremos?
Guatemala acaba de resolver esa falta de mayoría absoluta en una segunda vuelta. Argentina lo hará próximamente. Tal vez no sea lo ideal, pero si no queremos dejar atrás el presidencialismo, es lo menos que deberíamos hacer.