Uno de los pensadores más sólidos de fines del siglo XIX y principios del XX fue Max Weber. Sus obras son lectura obligada en la Ciencia Política. Una en especial: “El político y el científico”. Ahí, el pensador alemán disecciona dos éticas: la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. Atribuye al político la primera. El gobernante decía, no puede mantener el poder asumiéndose débil ni vacilante. Si el Estado es quien tiene el monopolio de la violencia legítima y la fuerza, es irresponsable no usarla. En el 2006, Oaxaca vivió uno de sus pasajes más desafortunados. Si el movimiento hubiera permeado en los diversos sectores sociales, obreros, campesinos, sindicatos y otros, tal vez México se hubiera sumergido en el pandemónium de la violencia y fuera otro. Pero no. Fue un movimiento localista, aldeano, cuyas demandas se centraron después en una sola: la caída del tirano que, por cierto, concluyó su mandato sexenal gozando de cabal salud. Pero ahora con membretes y entelequias como la llamada Comisión de la Verdad, se le quisiera llamar a cuentas, cuando el tema es casi cosa juzgada.
Cuando la presión social y política llegó a un nivel en verdad intolerable en el país, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) envió a juristas y magistrados para que realizaran las pesquisas que pudieran vislumbrar la culpabilidad del ex gobernador en el conflicto 2006-2007. El resultado fue el que muchos esperaban, pero no en su esencia. En efecto, el responsable único fue el ex gobernador Ulises Ruiz, pero no por la supuesta represión que le acuñaban sus detractores, organizaciones sociales y magisterio, sino por haber carecido de la voluntad política y fortaleza para mantener el privilegio de la ley y el Estado de Derecho. ¿Cuál era pues el trasfondo de esta resolución? Que había mostrado debilidad para evitar la asonada, dejando al pueblo oaxaqueño y a la sociedad inerme, a merced de turbas de fanáticos que materialmente hicieron de Oaxaca un estado de excepción, justamente lo que hoy mismo estamos viviendo. Pero el 2006 dejó además marcados a quienes en su momento aplaudieron el movimiento y por el temor a que les cuelguen el sambenito de represores, han dejado al pueblo en total indefensión.
Ante la situación que hoy vivimos en Oaxaca, acorralados y secuestrados por quienes enarbolando diversas banderas chantajean al gobierno, ¿en dónde está hoy esa ética de la responsabilidad que debe regir la conducta de los gobernantes? ¿En dónde el juramento que se dice urbi et orbi, al asumir el mando de cumplir y hacer cumplir con la Constitución y las leyes que de ella emanen, si como sociedad vivimos perpetuamente acorralados, secuestrados, alienados por bloqueos, dejando que turbas de facinerosos sean los que dicten su ley? ¿En dónde pues subyace el espíritu de la ley que debe regir la convivencia civilizada en una sociedad que se asume democrática? Oaxaca, siempre lo hemos dicho, no puede más. En efecto, desde el más humilde obrero al más potentado profesionista ha llegado al triste pero real convencimiento de que en nuestro estado ya no se puede vivir. Que no hay voluntad política para mantener el Estado de Derecho y que, hay un temor cerval para el uso de la fuerza. Es decir, el mito de la supuesta represión a la protesta social sigue permeando, aún por encima de la exigencia de una sociedad que a gritos pide paz y el respeto a sus libertades.