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Un andar con el respeto irrestricto de las normas de una vida saludable no fue suficiente para la profesora Yolanda; tras diagnósticos errados en el ISSSTE, murió en la clínica Médica 2002 cuando le negaron atención médica de urgencia

 

Yolanda PEACH

 

Disciplina. Una de las virtudes que marcaron la vida de mi madre. Educada en forma estricta con los cánones de la sociedad conservadora de la capital oaxaqueña, se comportaba a la altura de las circunstancias, lo que se esperaba de una mujer culta y delicada.

Yolanda Ojeda Matus, profesora jubilada. Murió cuando le negaron atención médica en el hospital Médica 2002.

 

REGLAS CONSERVADORAS

 

Nació en el Barrio de la China, cerca del templo San Juan de Dios. La mayor de siete hermanos. Hija de un sastre y una partera.

Su madre no se andaba con rodeos. No le gustaba que la gente hablara, así que los mantenía impecables, “de esas mamás que igual te pegaban si contestabas o si te quedabas callado”.

Mi mamá procuraba no dar motivo de queja. Su papá se metía todo el día al taller y ella se acomedía con el quehacer de la casa.

Estudió en la Normal Superior. A los 15 años daba clases en la nocturna para adultos.

Al inicio la enviaron a San Miguel Tilquiapan. “Cuando volvía en la noche sacaba la ropa que tenía mi mamá en la canasta y ayudaba a planchar”.

Su sueldo lo entregaba íntegro en casa. Trabajó en Ocotlán. La cambiaron a la Miguel Alemán en el centro, después a la Basilio Rojas, donde se jubiló de la federación.

Impartió clases en el Federico Froebel, finalmente en el Coubertin. Ahora que murió se acercaron exalumnos. “Nadie confiaba en mí, ella me tuvo fe. Gracias a mi maestra logré lo que soy”.

Pretendía estudiar algo más y se matriculó en la preparatoria de la UABJO. Ahí conoció a mi padre, Ángel Pérez García, profesor de Física.

“Nunca me dejaron salir sola, cuando estudiaba y me invitaban a una tardeada, llevaba a uno de mis hermanos. Mi papá iba por mí a la escuela y cuando fui novia de tu papá, mis tías caminaban atrás. Se sentaban en la fila de atrás en el cine”.

Se casó en el templo La Compañía. Cuatro hijos. Nos exigía ser los mejores, “si decides ser tortillera, quiero que tus tortillas sean las más delgadas, las más ricas”.

Tenía a sus amigas de toda la vida desde que estudiaba. Se reunían mes a mes. “Son como mis hermanas”, me confesó. Se alegraba con cada logro de alguno de sus hijos y estaba pendiente de las muchachas, como las llamaba.

Consentía a sus dos nietos, los hijos del único varón. Llevaba apuntes de sus frases y le gustaba filosofar con ellos. El primero de ellos nació cuando recién se jubiló. Tenía tiempo para cuidarlos.

En los últimos años comenzó a frecuentar a sus excompañeras del Federico Froebel.

Viajó. Su primera expedición fue a Europa, recién le habían entregado la medalla de trayectoria. Visitó Argentina para reunirse con su primer nieto; a la boda del hijo de una de sus amigas en Centroamérica. Atesoraba celosamente cada recuerdo.

Mi papá murió el 16 de noviembre pasado. La fecha justa para que mi segunda hermana, quien vivía con ellos, decidiera irse de la casa, así que se quedó sola.

“Disfruto mucho caminar descalza, por ejemplo. Tengo la casa para mí y ningún apuro”.

No podía estar sin hacer nada. Arregló cuarto por cuarto, tejía, leía, resolvía crucigramas, daba vida a sus plantitas por toda la casa. Saboreaba cada instante y hacía planes, muchos planes.

 

VITALIDAD ILUSORIA

 

Asistía a revisión médica cada mes. Puntualmente. Seguía todas las indicaciones.

Hace algunos años, tal vez 20, le dijeron era propensa a tener diabetes. Cambió su dieta. Tenía la lista de alimentos permitidos.

Todas las mañanas, a las 7, hasta antes de que empezara la Jornada Nacional de Sana Distancia, iba a hacer ejercicio con un grupo de mujeres en el Vinicio Castilla.

“Me dijeron que no debo comer papaya porque es muy dulce”, me explicó cuando sacó de su dieta esa fruta que le gustaba tanto.

Tendrá 10 años que comenzó con un temblor en la mano, al inicio imperceptible. Descartaron alzhéimer, “es normal por la edad”, le explicaron.

Acudía rigurosamente al geriatra, al oftalmólogo y al médico general en el ISSSTE. No dejaba que se le pasara una cita.

“¿Qué sucederá ahora, con esto de la pandemia? Tenía cita con el oftalmólogo y es muy difícil que programen”. En el ISSSTE explicaron que todo se suspendía. Retomarían actividades normales según como evolucionara el Covid-19 en Oaxaca.

En agosto pasado comenzó a ver borroso, como si se cruzaran las imágenes. El oftalmólogo explicó que un músculo se paralizó, “es normal por la edad, en dos o tres meses sanará solo”. Le recetó complejo B.

Unos días antes sintió malestar estomacal. Le prescribieron un desparasitante. No mejoró y se le inflamó el abdomen. La acompañé al médico. Le sorprendió la cantidad de medicinas que tomaba. Aseguró que muchas no las necesitaba. Le mandó a hacer estudios. Sufría retención de líquidos.

Internada a finales de agosto en el Hospital Reforma le diagnosticaron cáncer. Nuevamente estudios. Se consultó con tres oncólogos. Todas las molestias tenían relación. Recomendaron que se operara, antes, debía realizarse quimioterapias. “Con esto, lo primero que pasará es que podrá eliminar los líquidos retenidos”, aseguró el especialista.

El mayor de sus tres nietos, chef, se encargó de cocinar rico y nutritivo. Tras varios meses sola, evitando el Covid-19, esas últimas semanas los cuatro estuvimos pendientes cada minuto.

Se eligió al oncólogo de la Médica 2002. Se realizó la primera quimioterapia el 3 de septiembre.

La madrugada del 9 de septiembre despertó a las 4 de la mañana. Me dijo que quería sentarse porque sentía que se ahogaba. Me senté junto a ella y la abracé. Estaba muy fría. “Me siento muy mal. Creo que necesito oxígeno”. El tumor le estaba comprimiendo los pulmones.

Se habló a la Médica 2002 y fuimos para allá. No la recibieron. Corrimos al Hospital del Valle. Lo mismo. Al Hospital San Lucas, al Hospital Reforma, al Hospital Molina, al Hospital San José. En ninguno quisieron atenderla.

Fue tan desesperante. Cada que llegábamos a un hospital mi mamá abría la puerta del auto. “Espera mamá, no bajes. No te quieren recibir. Creen que tienes Covid”, le explicaba cuando me preguntaba con la mirada qué ocurría.

Se habló nuevamente a la Médica 2002. Aceptaron recibirla. Le pondrían oxígeno en lo que contactaban con el oncólogo.

Nos esperaban y la pasaron a una silla de ruedas. La llevaron a la sala de espera. “¿Por qué me habré puesto tan mal hija?”, me preguntó. Le expliqué que la quimio había bajado sus defensas y que, por eso, cualquier cosa podría enfermarla.

El médico de guardia, al verla, ya no quiso atenderla. Exigió una prueba de que no tenía Covid-19. Le rogábamos que por lo menos le diera los primeros auxilios cuando ella murió.

Si la hubieran atendido tal vez hubiera vivido otras horas, quizá unas semanas más, muy probablemente otros años. Nunca se sabrá.

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