A Don José, indígena mexicano, la violencia le obligó a emigrar a Estados Unidos. Hoy, ya de regreso en México, nos narra su desgarradora historia
Don José nació en uno de los estados más pobres de México, Guerrero. Cuando trabajaba como chofer de un laboratorio médico fue asaltado y el terror a que su familia fuera ultimada le obligó a huir a los Estados Unidos. Años después volvió a México para dejar de ser un «inmigrante» y ofrecer más oportunidades a sus hijos.
“Yo era chofer de un laboratorio médico que vendía medicinas muy caras por todo el país. Yo las transportaba. Ya me habían asaltado varias veces e incluso me quitaron el camión. Después del cuarto asalto, la empresa me puso escolta que constaba de una patrulla de la policía y un guardia que armado me acompañaba como copiloto. Una noche, unos desconocidos que aparecieron de la nada nos asaltaron y nos bañaron de metralla. Mataron a los policías de la patrulla y al guardia que venía a mi lado. Logré esquivarlos y aceleré a todo lo que daba el vehículo. Manejé como loco y regresé al laboratorio. Sentí la sangre del policía muerto que quedó recostado en mi hombro derecho como si estuviera dormido”.
A Don José se le quiebra la voz pero sigue con su relato: “Ya dentro del garaje del laboratorio tuve que pasar una hora hasta que me calmé. Me aferré al volante y no podía soltarlo. Mucha gente me hablaba y yo estaba como ausente. Poco a poco me fueron abriendo los dedos para que soltara el volante y me sacaron cargando del camión, como si fuera una estatua. Estaba petrificado de terror, decían”.
Mi entrevistado empieza a sudar y noto que se le acelera el pulso cuando una vena del cuello resalta de su piel morena y su camisa blanca y cuidadosamente planchada. “La misma semana del asalto fui a recoger a mis hijos de la escuela. Ahí me abordaron unos tipos para decirme que si no les decía cuándo sería el próximo embarque, matarían a mi familia y después a mí. Les prometí que lo averiguaría y que se lo diría al día siguiente. Les mentí. Llegué a mi casa, vendí lo que tenía, pedí dinero prestado a amigos y familia para de inmediato huir. Me llevé a mi esposa, a mi hija y a mi hijo a la frontera norte. Ahí conseguí un pollero, es decir, uno de esos hombres a quien uno le paga dinero para que te lleve del otro lado de la frontera con Estados Unidos. Me alcanzó el dinero para pagar lo de mi esposa y mis hijos, pero no para mí. A mi familia la acostaron en el piso de una camioneta”, continúa contando Don José, “donde después pusieron tablas y una alfombra, así que no se notó que ellos estaban escondidos. El viaje fue muy incómodo. Ya en Estados Unidos, se pudieron sentar y hacer el camino tranquilamente. Yo tuve que cruzar la frontera a pie, también con un pollero pero de los baratos. Caminamos tres días por el desierto de Arizona. En el camino vi las cosas que otros migrantes fueron dejando a su paso por el lugar. También vimos los esqueletos de los que murieron en la travesía. Fue muy duro”.
Tímidas lágrimas empezaron a correr por las mejillas del indígena de Guerrero, que aún no habla correctamente el español. Llegó de niño a la Ciudad de México y sufrió los latigazos de la indigencia. Un día, de jovencito, un buen hombre le ayudó y lo enseñó a conducir. Toda su vida ha trabajado como chofer. Tras recuperar el aliento, Don José sigue narrando su historia: “Nos establecimos en los Estados Unidos. Tuve mucha suerte porque pude conseguir un trabajo con el que mantener a mi familia. Vivíamos escondidos; éramos ilegales, no teníamos papeles. Le teníamos más miedo a la policía de la inmigración que al demonio. Salíamos de compras a escondidas, los niños iban a la escuela a escondidas, iba a trabajar a escondidas. Todo lo que ganaba se me iba inmediatamente en la comida y en la renta. Las rentas son infames y si uno se atrasa un poquito, te echan a la calle. Yo trabajaba sólo para pagar la renta, eso era sagrado”.
Don José se pone nervioso ante la grabadora y me suplica que no dé su apellido ni que le saque una foto. Le doy mi palabra y sigue adelante con su relato: “Mis hijos crecieron y mi hijo que también se llama José, cuando terminó el high school me dijo: papá yo quiero ir a la universidad. Quiero estudiar medicina y curar a la gente, pero aquí no podemos. Nos tratan como si fuéramos criminales, no tenemos papeles y además los estudios son carísimos: ni los gringos comunes y corrientes los pueden pagar, menos nosotros. Vámonos a México, allá la Universidad Nacional Autónoma de México es pública y gratuita. Yo lo platiqué con la familia y acordamos regresar”.
-¿Aprendió usted a hablar inglés don José?
-Yo no, mis hijos sí. Regresamos a México. No pudimos traernos nada o casi nada. Cuando un indocumentado regresa a su país de origen no puede llevarse lo que compró. Tiene que malvender lo que consiguió y tal vez, si le alcanza comprar joyas para revenderlas. Así lo hicimos. Regresamos con muy poco a empezar de cero. Con todo lo que gané en Estados Unidos, lo que pude ahorrar compré este taxi con el que trabajo en la Ciudad de México.
-¿Qué pasó con sus hijos?
-Mi hijo José entró a la UNAM a estudiar medicina. Su dominio del inglés le ayudó mucho. Leyó sin dificultad textos extranjeros, revistas especializadas. No hizo otra cosa que estudiar y estudiar y estudiar. Se recibió con honores. Tuvo el mejor promedio de su generación y ahorita está haciendo su servicio social en una comunidad indígena de Chiapas. En diciembre regresará a la Ciudad de México para empezar una especialidad. Pasó todos los exámenes y creo que será cardiólogo.
Y ese será, sin duda, el mejor final para la historia de Don José; historia que retrata la vida de millones de mexicanos emigrados e inmigrados.
Le teníamos más miedo a la policía de la inmigración que al demonio”
Don José/Indígena mexicano
Marta Durán de Huerta/Radio Nederland