Pascal BELTRÁN DEL RÍO/Excélsior
Hace unos días escribí que han sido días terribles para la migración indocumentada. Las imágenes que hemos visto desde entonces en los medios y las redes sociales sólo hablan de un empeoramiento de las condiciones que cientos de miles de personas están enfrentado por el simple afán de no condenar a sus hijos y a sí mismos a una vida de escasez, violencia y sufrimiento, y, peor aún, a la incertidumbre de su existencia.
Para comenzar, habría que decir que las multitudes que hemos visto este verano, cruzando a pie fronteras europeas, están compuestas principalmente de refugiados de guerra, no de migrantes económicos.
El conflicto armado en Siria ha llevado a millones de personas a salir de su tierra para buscar asilo en otros países. Los campos de refugiados en Líbano y Turquía están rebasados.
En enero pasado, Naciones Unidas estimó que 220 mil personas han muerto en la guerra civil en Siria, de las cuales unos 12 mil eran niños. Asimismo, unos tres millones de sirios han huído de la violencia en su país, que comenzó hace cuatro años y medio, y la ONU ha calculado que dicha cifra podría llegar a 4.2 millones para fines de este año.
En semanas recientes, miles de sirios han cruzado Turquía y se han embarcado desde las costas de ese país a Europa vía las islas griegas. Desde ahí, un flujo continuo de personas se ha adentrado en los Balcanes vía Macedonia y Albania. Luego han cruzado Kosovo y Serbia para alcanzar territorio húngaro.
Este trayecto, de miles de kilómetros, ha sido difícil y costoso. Y ha dado lugar a escenas dramáticas de personas agolpándose para subir a viejos trenes o cruzando por debajo de vallas hechizas, recubiertas de alambre de púas.
Los refugiados han sido víctimas de traficantes de personas, que cobran miles de euros por trasladarlos en condiciones peligrosas. Hace unos días, una mafia búlgara abandonó un camión refrigerador en una carretera austriaca. Cuando las autoridades abrieron la puerta del vehículo, se encontraron con decenas de refugiados asfixiados.
Otros cientos de desplazados ni siquiera han podido pisar costas europeas. Han muerto ahogados en el Mediterráneo, como el niño sirio Aylan Kurdi, cuyo cadáver fue fotografiado el miércoles en la costa turca, cerca del glamoroso balneario de Bodrum.
Si ya estaba yo estrujado por las imágenes anteriores, la de ese pequeño, de apenas tres años de edad, me partió el alma, y me puso a pensar si el interés en mi país no ha estado demasiado ajeno a ese drama.
México ha sido históricamente una tierra de asilo en situaciones de conflicto. Recibimos a los refugiados de la Guerra Civil Española y, más recientemente, a los perseguidos por las dictaduras militares sudamericanas. Entonces, me pregunto, ¿por qué México no debiera ofrecerse a recibir a una parte de estos nuevos refugiados?
No faltará quien me diga que nuestro país ya tiene demasiados pobres e incluso muchos desplazados internos por la violencia. Sin dejar de ser eso cierto, las penurias sufridas por estos sirios van más allá de lo que nos ha tocado ver en casa.
Actualmente, hay un debate en el seno de la Unión Europea sobre qué hacer con estos refugiados, muchos de los cuales buscan establecerse en Alemania (si usted se pregunta por qué, es porque ese país ha hecho bien su tarea económica).
Hungría se ha visto en la difícil situación de ser la puerta de entrada de la UE para estas decenas de miles de personas y está pidiendo desesperadamente ayuda.
México no puede ser ajeno a esta crisis. Por supuesto, hace falta la acción internacional para que se detenga el flujo humano desde Siria, pero no se puede dejar al garete a quienes han arriesgado su vida para huir de la guerra.
Probablemente alguien alegue que éste es un problema europeo, por razones históricas y geográficas. Discrepo. Es un problema de la humanidad. Y México, que ha intentado en años recientes retomar protagonismo en el plano internacional, no debiera actuar con disimulo.