Yuriria SIERRA/Excélsior
Hace tiempo, estudiando sobre sicología (y sicología de masas), entendí que lo más dañino para el autoestima de una persona —o de una sociedad— era dinamitar sus propios méritos. Y la mejor manera de pulverizarlos es haciendo trampa. El esfuerzo, la dedicación, la ilusión y la entrega son las vías para que el resultado de un empeño rinda frutos verdaderos. Tristemente, en México hemos optado por el camino sicológicamente opuesto: por la autodestrucción multinivel de nuestros equilibrios, por el suicidio colectivo de nuestras expectativas, por la pulverización de toda autoestima compartida. Somos una sociedad que hace trampa. Trampa en todo. Todos, en mayor o menor medida, creamos un halo de impunidad al que creemos tener derecho. Igual para comprar a un contratista, un palacio o para incendiar la puerta de Palacio con bomba molotov; para vender una película pirata que para comprarla; para fugarse de un penal que para cobrar un penal que… #NoEraPenal…
Podríamos seguir con más ejemplos, pero de nada serviría. Lo que quiero explicar es cómo esas trampas nos han convertido en un país con una autoestima equivocada, que lo mismo nos convierte en víctimas que en villanos. Nos lamentamos cuando las cosas no se concretan, cuando los resultados no son lo que esperábamos, aunque en el camino hayamos hecho lo necesario para obtener ese indeseado resultado. Lamentamos cuando los índices de pobreza no disminuyen. Pero ¿cómo?, ¿si estamos acostumbrados a la política asistencialista que sólo mira al mercado de los votos? ¿Cómo, si no agregamos valor a nuestra economía productiva? ¿Cómo, si los propios beneficiarios de esos mismos programas, también hacen trampas para intentar transar con sus beneficios?
Fantástico resulta escuchar que el gobierno apoyará a todos los microempresarios, pero todos saben que aquello es un suplicio. Una mordida para que pase más rápido la licencia mercantil, otra por acá y un moche por acullá. Y tanto el que lo cobra como el que lo paga, saben que juegan “juego limpio”. Y la transa opera en todos los niveles: hasta entre quienes viven de denunciarla —y han hecho de ese ejercicio una caja registradora para la extorsión, o un trampolín para entrar con fueros VIP a los balcones del sistema.
Decimos que nos construimos, pero la verdad es que estamos en permanente simulación. México es un país que se autoengaña. Que simula edificar cuando en realidad montamos, lo sabemos todos, poco menos que una farsa. Y la farsa jamás nos engrandece. Todo medio opera, pero nada con honestidad, esfuerzo y transparencia. Con talacha, caminos cortos y camarillas. La famosa máxima del éxito a la mexicana (“el que no transa no avanza”) se ha convertido en el peor de nuestros puntos ciegos. La guía imprescindible para nuestra autodestrucción.
Ahora se mira hasta en la cancha. Pasamos a la siguiente fase de la Copa Oro; sí, pero con trampa. Ayer Pascal Beltrán del Río opinaba que Guardado se hubiera agigantado si hubiera tirado una “nenita” a manera de protesta y para asegurar que México no llegaría a una final inmerecida. Y es verdad. Y no sólo Guardado: todos nos hubiéramos sentido orgullosos de una acción así. Y eso no sólo es en la cancha.
Y es que ese es el tema: nunca nadie, ni un individuo ni una sociedad pueden sentirse orgullosos cuando lo logrado lo es en función de la mentira y la falacia. Y esta es una narrativa que nos persigue desde siempre. Partidos políticos que celebran sus victorias conseguidas desde la permanente violación de leyes. Trampa. O los que gritan fraude sabiendo que no lo hay. Trampa. Gobernantes que compran casas, presas, tomógrafos, zapatos, votos, seis kilos de puritita impunidad. Trampa. Sindicatos que engañan a sus agremiados y cobran millonadas por hacerlo. Trampa. Ciudadanos que ahorcan los derechos de otros ciudadanos para conseguir prebendas. Trampa. Y así, una larga cadena formada por las mismas trampas que llegan desde todos los rincones.
Y al final, todos sin motivos para sentirnos orgullosos como individuos, como país, como nación. Porque, seamos intelectualmente honestos: ¿de qué nos han servido tantas trampas? Como no sea para vernos cada vez más desilusionados de nosotros mismos. Porque de la vergüenza nadie escapa ante el espejo. Ahí sí no hay tiro penal que no lo sea… y que no sea debidamente cobrado.