Miguel Carbonell
¿Qué pasaría en México si un caricaturista decidiera mofarse de la Virgen de Guadalupe mediante una viñeta sexualmente explícita? ¿Qué sucedería con un dibujante que en Alemania se riera de los millones de judíos asesinados en el holocausto producido por la locura nazi? ¿Qué tanta tolerancia habría en Estados Unidos para un cómico que hiciera chistes burlándose de los afroamericanos?
Todas esas preguntas y muchas otras similares que se podrían hacer nos interrogan sobre la libertad de expresión y sus límites, sobre lo que es admisible o no admisible en el seno de sociedades plurales y democráticas, sobre lo que tenemos derecho a leer, ver y escuchar. En México se trata de un tema que ha sido poco atendido y sobre el que no abundan las referencias académicas y jurisprudenciales, pero que tiene una relevancia enorme.
Los atentados en contra de la revista Charlie Hebdo son inadmisibles. Sus perpetradores eran unos viles asesinos, fanáticos y extremistas cuyos actos no tienen justificación posible. Nunca, bajo ninguna circunstancia, se puede hacer frente al ejercicio de una libertad expresiva mediante la violencia de las balas. Jamás.
Pero a la luz de la contundente respuesta de la sociedad francesa a los atentados en París, lo que sí tiene sentido es preguntarse por los límites de la libertad de expresión y sobre lo mucho que les interesa a los regímenes democráticos contar con esa libertad.
Empecemos por dejar clara una cosa: la libertad de expresión tiene límites, como casi cualquier otro derecho humano. No se puede utilizar la libertad de expresión por ejemplo para proferir amenazas, para subir a internet las instrucciones para fabricar bombas atómicas o para adoctrinar desde un púlpito universitario a los alumnos en defensa del racismo o de actos genocidas. Nada de eso es admisible.
Ahora bien, cuando se trata de criticar lo que se hace desde los poderes públicos, la regla general debe ser la libertad más amplia para quien se expresa. Solamente mediante dicha libertad se puede construir un debate público sustantivo. Por eso es que a muchos de nosotros nos parece inadmisible que en el marco de una campaña electoral no se puedan lanzar mensajes negativos (la llamada “publicidad negativa”), ya que de esa forma se impide un debate de fondo sobre las capacidades e incapacidades de quienes aspiran a un cargo público representativo. La posibilidad de criticar forma parte esencial de la libertad de expresión, sobre todo cuando se trata de una campaña electoral en la que los ciudadanos necesitan saber quiénes son las personas que quieren representarnos.
La libertad de prensa debe alcanzar para controlar lo que hacen nuestros gobernantes, de modo que se generen ciertos equilibrios de poder. Todo gobernante que actúe en la opacidad y bajo las reglas del secretismo es seguro que va a terminar abusando de los ciudadanos, como lo comprueba perfectamente la historia de México.
Desde luego, la libertad de expresión y de prensa debe ser respetuosa de otros derechos fundamentales, como el derecho a la vida privada, el derecho a la intimidad personal y familiar, el derecho a la no discriminación, etcétera. Se debe construir un delicado equilibrio entre todos los derechos, de forma que el ejercicio de unos no afecte a los demás. No es una tarea fácil, pero resulta indispensable si queremos vivir en una verdadera democracia constitucional.
Como quiera que sea, lo cierto es que no cabe imaginar hoy en día un régimen democrático sin libertad de expresión. El ejercicio pleno de dicha libertad es un síntoma de vitalidad democrática que a todos nos interesa mantener y fomentar. Hay que recordarlo siempre.