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La masacre de Iguala, un infierno entre balas

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Luz Adriana Santacruz y Paola Ortiz.

@luza_santacruz y @Portiz_Noticias

FOTO PRINCIPAL Uriel Alonso y Ángel Neri vivieron en carne propia lo que definen como uno de los peores momentos de su vida: la masacre en Iguala, Guerrero. Una tragedia que terminó no solo con la vida de siete personas sino también con la desaparición de 43 de sus compañeros de escuela.

Uriel recuerda que ese viernes 26 de septiembre, su día no pintaba fuera de lo común. Se levantó temprano y se dirigió a la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, donde cursa segundo año de la carrera de maestro.

Tras terminar las clases, Uriel y Ángel se reunieron con otro grupo de al menos 80 estudiantes. Eran las 6 de la tarde. Hacía varios días que habían tomado dos autobuses en Chilpancingo, en el centro del Estado de Guerrero. Una práctica para ellos común y que consiste en retener vehículos de pasajeros que utilizan para diferentes fines.

Las empresas propietarias, ceden para evitar incidentes o violencia.

Ese día, reunidos en la escuela, planeaban viajar a Iguala, para tomar más autobuses. “Los necesitábamos para hacer las prácticas que nos dejan por todo Guerrero”, explicó Uriel Alonso.

Los 80 estudiantes se subieron a uno de los autobuses que ya tenían, mientras que otro se quedó en la escuela. Así fue como viajaron las 170 millas que los llevaron hasta Iguala de la Independencia, a donde llegaron entre las 7.30 y las 8 de la noche.

En la central de esa comunidad, en la región norte de Guerrero, tomaron otros dos autobuses. Iban hacia la avenida Periférico Norte cuando la jornada se convirtió en una pesadilla.

“Iba cerca del chófer y por el espejo vimos cómo nos seguían varias patrullas. Eran unos cinco carros, unos 35 policías yo creo”, contó Uriel.

El miedo invadió a los estudiantes cuando escucharon varios disparos. Uno, tras otro, iban dirigidos hacía ellos.

“Agarramos piedras y se las aventamos a los policías, se quitaron y seguimos avanzando”, dijo Ángel Neri de la Cruz.

En medio de la persecución, el conductor no se detuvo hasta que una camioneta-patrulla los encerró en la avenida. No hubo otro remedio más que detenerse.

Los estudiantes bajaron a toda prisa del autobús, creyendo que los balazos eran al aire. Entre ellos se encontraban Ángel y Uriel. Corrieron cuando se dieron cuenta que apuntaban hacia el grupo. Se escondieron entre los autobuses. No podían ver demasiado. Los disparos no cesaban. Una bala pasó muy de cerca de Uriel. Entonces se dio cuenta de lo peor: uno de sus compañeros había caído. Su nombre, Aldo Gutiérrez Solano.

“El que recibió la bala en la cabeza iba a mi lado. Íbamos juntos y desgraciadamente la bala le tocó a él”, recuerda Uriel. Aldo se quedó tirado en el piso mientras la balacera seguía.

“En un inicio pensamos que podríamos hacer una negociación [con los policías] pero cuando vimos sus armas largas nos dimos cuenta que no iban a eso”, contó el estudiante mexicano.

De pronto se hizo el silencio en la noche. Uriel y Ángel seguían protegidos entre los autobuses. Invadidos por el terror alcanzaron a ver cómo los policías municipales se llevaban a la mayoría de sus compañeros.

“Creíamos que nos iban a matar a todos”, dijo Uriel tras hacer una pausa en el teléfono.

Ángel, que desde su trinchera veía la misFOTO 3ma escena pero unos pasos más adelante, pretendió ayudar a los detenidos pero el miedo lo detuvo.

“Si nos acercábamos nos empezaban a disparar, nos amedrentaban”, relató. Este estudiante, también de segundo año, se puso más nervioso cuando uno de sus compañeros de primer año, se empezó a convulsionar. Tenía antecedentes de problemas pulmonares y a la fecha sigue hospitalizado.

Mientras, Uriel permanecía al lado de otros 25 estudiantes. Juntos se habían refugiado de los ataques y eso les había salvado la vida. A Ángel se le acercó un policía y le dijo que ya se podían retirar.

“El chofer encendió el autobús pero tratamos de evitarlo. Un compañero fue y le quitó la llave. Nos quedamos parados ahí”, explicó Ángel.

Cuando Ángel y Uriel creían que todo había acabado, salieron de su escondite y se comunicaron con sus familiares, maestros y la Policía Federal.

No saben cuánto tiempo exactamente duró la balacera, pero les pareció una eternidad. Aldo permanecía sin reaccionar en el piso. Los paramédicos se lo llevaron de urgencia y lo internaron en el Hospital General de Iguala. Hoy permanece inconsciente y en terapia intensiva.

Poco a poco, el lugar del tiroteo se fue vaciando y quedaron solo los estudiantes con algunos profesores. Era pasada la medianoche. En el pavimento se veían decenas de casquillos, algunos habían sido recogidos por los policías municipales en medio de la balacera.

“Todos los policías se fueron. Teníamos miedo de que fuera una emboscada o algo por el estilo. Optamos por quedarnos ahí hasta que llegaran otros compañeros. Empezamos a poner piedras al lado de donde había casquillos, para que la evidencia quedara hasta que llegaran los del Ministerio Público. Improvisamos un arco con piedras para acordonar la zona y que no intentaran mover nada de ahí», dijo Ángel.

En ese momento, Ángel decidió hacer un recorrido para ver el estado de los otros dos autobuses que quedaron en fila atrás de donde él estaba.

“Cuando llegamos al tercero nos quedamos impactados. A ellos les dieron más gacho. Todo el autobús estaba bien balaceado. Las balas destrozaron los parabrisas, las llantas también estaban llenas de balas. Adentro de la unidad había sangre por todos lados”, describió un poco alterado.

Y cuando creían que ya no había peligro, otra balacera los sorprendió. Ni Uriel ni Ángel alcanzaron a ver de quiénes se trataban. Uriel corrió lo más rápido que pudo para esquivar las nuevas balas.

“Yo sólo corrí aunque las balas me pasaban por el pie. Nadie nos perseguía, sólo nos disparaban”, revivió Uriel consternado.

El nuevo refugio de Uriel lo encontró a dos cuadras de ahí: “Era un terreno baldío”. Iba con cinco de sus compañeros.

Ésta vez no eran policías municipales o al menos los agresores no viajaban en patrullas.

“Eran camionetas y carros particulares. Hombres vestidos de negro y encapuchados. Eran muchos”, recordó. Sobre si sabe quiénes eran, Uriel prefiere guardar silencio.

La suerte de Ángel fue distinta cuando ocurrió el segundo tiroteo, él estaba haciendo  una llamada telefónica cuando comenzó: “A un compañero le dieron en la boca. Lo cargamos y lo llevamos a una clínica pero las enfermeras nos cerraron la puerta porque no había médicos y no querían tener problemas. Nos dejaron refugiarnos ahí adentro”, recordó.

Unos minutos después llegaron los militares al pequeño hospital, los dejaron entrar y les pidieron ayuda por el compañero herido. Los soldados irónicamente respondieron: “Así como tienen huevos para hacer sus desmadres, tenganFOTO 2 huevos. para enfrentarlos”, añadió Ángel.

Así pasaron las horas hasta que amaneció. En cuanto Ángel salió de la clínica, se escondió en la casa de una mujer a la que llaman “tía”. Había otros 20 compañeros en el lugar. Uriel vio cómo llegó la luz del día desde la calle, en donde se escondió durante seis horas junto a otros cinco. Al hacer una ronda por los alrededores, se dieron cuenta de que había muchas patrullas y autos. Los sobrevivientes comenzaron a hablar con medios locales que llegaron al lugar del ataque.

El saldo hasta ese momento era de siete muertos y al menos 17 heridos. Los estudiantes y sus familiares no pensaron que la tragedia crecería a niveles inimaginables.

El sábado, los estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa descubrieron que unos 57 de sus compañeros estaban desaparecidos. Buscaron en hospitales y centros de detención pero nadie sabía nada. El martes siguiente se reportó que 13 habían regresado a sus casas y que en la lista inicial tenía un par de nombres repetidos. El listado de desaparecidos se redujo a 43 y hasta la fecha no se sabe qué pasó con ellos.

El fin de semana una noticia estremeció aún más a la comunidad de Iguala y de Ayotzinapa: el hallazgo de fosas clandestinas en donde se encontraron 28 cuerpos calcinados. Dos de los detenidos informaron sobre su existencia y afirmaron que ahí habían matado a 17 de los estudiantes, bajo las órdenes del cártel Guerreros Unidos y en específico del sicario conocido como El Chucky.

Aunque se están realizando las pruebas de ADN, ni los estudiantes ni los familiares creen que los cuerpos sean los de los jóvenes desaparecidos. “No creemos, a los familiares ni les han tomado las pruebas de ADN”, aseguró Uriel.

El procurador explicó que las pruebas serán confirmadas entre 15 días y dos meses. Pero los sobrevivientes no pueden esperar. Se lamentan por el destino de sus compañeros. “Se siente feo. No sabemos qué les pudo pasar”, dijo consternado Uriel.

Veintidós policías locales fueron detenidos por su relación y participación en estos actos de violencia. El mismo procurador de Guerrero, Iñaki Blanco, reconoció que se había hecho un “uso excesivo de la fuerza”. El alcalde de Iguala, José Luis Abarca,  y su jefe de seguridad, se encuentran prófugos. Se sospecha que podrían haber tenido algún tipo de participación en los hechos.

Hoy familiares, estudiantes y profesores se han unido en una sola voz: exigen respuestas y que se haga justicia. (UnivisiónNoticias)

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