José Elís MORENO APIS/Excélsior
Para Ángeles y Olegario Vázquez Raña, en esta mala hora. La Fundación Día del Abogado, que preside Luis Maldonado Venegas, ha tomado el anhelo nacional de que México cuente con una abogacía con unión, con fortaleza y con valentía. Ayer nos volvimos a reunir con el abogado presidente Enrique Peña Nieto. Quedó claro, en todos, que la justicia triunfa no sólo cuando se conquista o se defiende un derecho, sino que la justicia triunfa o se derrota, esencialmente, por la forma como se conquista o se defiende ese derecho.
La abogacía ha sido uno de los gremios más desunidos y dispersos, en mucho, por sí mismos. En otra buena parte, porque sus otros interlocutores y el sistema establecido han apostado a la desunión de la abogacía. Apuesta lógica y, también, redituable que permite tener abogacía y justicia en condición de subordinadas, de intervenidas y de mediatizadas.
Sin embargo, si la justicia y la abogacía están sometidas al poder público, todos estarán en un peligro. La justicia futura depende, en mucho, de una abogacía madura, sensata y valerosa. En torno a esto, habrá que explicarse muchas interrogantes de orden esencial que surgen, inevitablemente, cuando se habla de un gremio cuya conducta afecta a la sociedad entera. Cuyo prestigio está urgido de una necesaria y legítima restauración. Y cuya reordenación sólo podrá lograrse a base de unión, de comunidad y de voluntad.
Entre esas cuestiones aparecen en primera línea, ¿qué significa que los abogados estén unidos? ¿Cómo piensan lograrlo? ¿Qué van a lograr con ello? ¿Sirve de algo a la sociedad? ¿Valdrá más su unidad que su disgregación?
Se podría hablar de muchos cometidos esenciales en un proyecto de unificación de la abogacía mexicana. Mencionaremos tan sólo tres de ellos.
El primero sería convocar al gremio y a las autoridades a tomar en serio el tema de la colegiación profesional. Esto implicaría el estudio, la programación, el entendimiento, la organización, la legislación y la buena disposición para ser logrados, bien en su fórmula de “obligatoria” o en una fórmula inicial, nada despreciable, de colegiación necesaria. Ello lo determinarán los legisladores.
Esto permitiría un autocontrol de la actuación profesional de los abogados, tanto que se trate de consultores, de litigantes, de notarios, de fiscales, de juzgadores o de cualquier especialidad jurídica donde puede perturbarse el bienestar de los demás, en lo individual o en lo colectivo y que, hoy en día, no existe, con lo que se causa un notorio detrimento para la sociedad.
Un segundo aspecto deberá ser la interlocución con las diversas instancias de gobierno y de la sociedad civil. Los asuntos de la justicia exceden a los temas propios y exclusivos de la abogacía. Involucran a todos, casi sin excepción: Estado, sectores sociales, sistema educativo, aparato económico, profesionales de la antropología, la sicología, la historia, la administración, la economía y la política. Entre otros, los responsables del empleo, de la seguridad, los de la salud, los del desarrollo, los del bienestar, los de la comunicación, los de la religión y muchos más.
Por ello, es una tarea donde se requiere la interlocución con una abogacía unida o, de lo contrario, se arriesga a un diálogo inocuo y, a final de cuentas, estéril. Ello lo determinarán los políticos.
Un tercer cometido sería el logro de una codificación de ética profesional. Ello es imprescindible, urgente e impostergable. La abogacía no ha estado sujeta a reglas de conducta profesional claras y definidas. La unión sin reglas éticas podría ser para el mal y no para el bien. Por ello, se requieren las reglas de una moral conductual colectiva que determine la sana actuación del abogado frente al adversario, frente al juez, frente al fiscal, frente al cliente, frente a los otros abogados, frente a la sociedad en su conjunto y, al final de cuentas, frente a sí mismo. Ello lo determinarán los propios abogados.
Todo lo anterior no es una tarea fácil. Existe un cúmulo de obstáculos que será necesario remover o, cuando menos, sortear. Desde el escepticismo y la desconfianza hasta la resistencia de aquellos a quienes no les tenga provecho la unión de la abogacía y que puede adivinarse, suponerse o saberse que estos intereses no son ni pocos ni frágiles. Por el contrario, son muchos y recios.
Lo que puede resultar una ingenuidad es creer que la mejoría de la abogacía y de la justicia se puede lograr por la vía de continuar propiciando la desunión gremial, la inconsistencia profesional y la dispersión funcional. El sistema de justicia no va a triunfar porque se le expropie a los abogados, por más que ello fuere altamente redituable. Un viejo proverbio nos ha enseñado que una casa hipotecada no se salva quemándola.
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