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El Trump de Caracas

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Pascal BELTRÁN DEL RÍO/Excélsior

MADUROBOGOTÁ.– Han sido días dramáticos en materia de fronteras y migración.

Es imposible no estremecerse ante la desgracia de decenas de miles de refugiados de la guerra de Siria y otros conflictos o de la dura miseria de la que huyen de África, Oriente Medio y Asia Central, tratando de llegar a Europa.

Víctimas del abuso de traficantes de personas, quienes logran sobrevivir la peligrosa ruta marítima del Mediterráneo y se adentran a pie en los Balcanes y –en imágenes nunca vistas desde la Segunda Guerra Mundial– buscan llegar al centro del continente.

Es descorazonador ver a tantas personas miserables, incluyendo niños, aferrarse a una meta incierta con tal de huir del hambre y la violencia.

Pero no lo es menos la historia de centenares de colombianos expulsados de Venezuela por la politiquería del presidente Nicolás Maduro.

Un incidente en el que tres militares venezolanos resultaron heridos en un enfrentamiento con supuestos contrabandistas ha servido de pretexto para que el gobierno de Caracas expulse a ciudadanos colombianos que viven en el fronterizo estado de Táchira, que colinda con el departamento de Norte de Santander.

El año pasado visité esa parte de la frontera de Colombia y Venezuela. Vía Cúcuta, viajé hasta San Cristóbal, capital de Táchira, el lugar donde surgió el movimiento de protesta contra el gobierno de Maduro en febrero de 2014.

A diferencia de otras zonas de Venezuela, donde los habitantes no tienen otro remedio que aguantar la escasez provocada por la política económica del gobierno, quienes viven en la franja fronteriza podían cruzar a Colombia a adquirir productos de primera necesidad que no hay en su país.

Por el puente que une a Cúcuta con San Antonio del Táchira caminaban miles de venezolanos todos los días para ir a abastecerse de arroz, aceite, papel de baño y otros artículos, comprados con mucha dificultad por la depreciación del bolívar.

No había que adentrarse mucho en territorio colombiano para encontrar tiendas surtidas de los productos que más buscaban los venezolanos. Se puede decir que una parte de la economía de Cúcuta vivía de ese comercio.

Por otro lado, los colombianos podían adquirir, en el mercado negro, gasolina venezolana subsidiada, contrabandeada desde Táchira.

Aunque los dueños de vehículos con placas fronterizas sólo pueden comprar 30 litros de gasolina al día, había quien se las ingeniaba para adquirir más y poder sacar dinero vendiéndola en Colombia.

Por ejemplo, conocí a un taxista que tenía, además de su propio chip con el que se controla la venta de gasolina, un chip adicional, obtenido ilegalmente. Eso le permitía comprar 60 litros al día. Pero no sólo es la gasolina lo que se mueve ilegalmente desde Venezuela hacia Colombia. También lo hacen otros productos que escasean en el primer país, como el arroz, que allí cuesta el equivalente a dos pesos mexicanos, pero se vende 15 veces más caro en Colombia.

Por el río poco profundo que divide a Colombia y Venezuela ya pasaban, desde que yo estuve ahí, camiones cargados de productos de contrabando.

Uno de esos grupos de contrabandistas sería el que se enfrentó a los elementos de la Guardia Bolivariana la semana pasada, hiriendo a tres.

A raíz de ese hecho, Maduro ordenó la Operación Liberación del Pueblo –uno de esos nombres rimbombantes que gustan a los gobernantes populistas– y suspendió garantías en cinco municipios fronterizos, con el pretexto de combatir el contrabando.

No cabe duda que esa práctica ilegal, a lo largo de los más de dos mil 200 kilómetros de frontera entre Colombia y Venezuela, ha dañado la economía de ese último país. Pero las medidas han ido más allá.

Como haría Donald Trump con los mexicanos, Maduro ha ordenado también la expulsión de centenares de colombianos, como si ser ciudadano de ese país fuera sinónimo de ser delincuente. Y con un terrible agravante: allanar casas de personas que llevaban muchos años viviendo en Venezuela, y demolerlas después de echarlos del país con una mano atrás y otra adelante.

 

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