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El imperio de las ideas

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José Elías ROMERO APIS/Excélsior

La mayor obra de los grandes hombres no es material ni económica ni burocrática. La mayor realización de los elegidos es una idea. Esto no es una entelequia ni una fantasía. Esto es una realidad. La verdadera idea política no es el tema de un discurso, sino es un tema de la vida. Pero esas grandes obras no tienen personal ni contraloría ni vigilancia. No pasan por la aprobación del Congreso ni por la venia de la Suprema Corte. No tienen edificación ni conmemoración. No prescriben ni se corrompen.

Ella no tiene regulación ni organigrama. No existe la ley de la independencia ni la de la revolución. No existe el ministerio de la reforma ni el de la libertad ni el de la soberanía. No tienen burocracia ni la necesitan. No se les asignó un presupuesto ni lo requieren. La gran idea es, simplemente, algo en lo que se cree o no se cree. La gran idea es una convicción. El devenir de la humanidad lo ha demostrado y recurro a un instante histórico.

El hombre arribó al Renacimiento por la aceptación de una sola idea. El Renacimiento no fue una obra pictórica ni escultórica ni sinfónica ni arquitectónica. Fue la simple idea de que el hombre era el centro universal y que era merecedor.

Por la aceptación de la idea de que merece fue que renegó de su pocilga, que abjuró de su hambre, que abandonó su mugre, que renunció a su miseria y que repudió a su ignorancia. Que reclamó la libertad para él y la soberanía para los suyos. Que instaló su gobierno, su ley y sus sistemas.

Por esa sola idea se deshizo de su inferioridad y abrazó su superioridad. Pero esa sola idea se sintió superior y se convirtió en superior. Por esa simple idea levantó la cabeza, enderezó el cuerpo y volvió a caminar en dos piernas, después de ocho siglos de no haberlo hecho. Por esa simple idea, los hombres han generado su mejoría, su progreso y su perfeccionamiento en los más recientes 500 años. No cabe duda de que se trató de una idea muy real y muy poderosa. No fue una frase de discurso. Fue una consecuencia de la vida.

La mayor tragedia y la mayor penuria de una nación no residen en sus carencias materiales ni financieras y, ni siquiera, políticas, sino en una carencia de ideas. Ésa es la verdadera pequeñez nacional. Al contrario del Renacimiento, la Edad Media fue, ante todo, una insuficiencia de ideas que duró casi un milenio. Los grandes tiempos mexicanos a lo largo de nuestra historia han sido, por encima de todo, los tiempos de una idea. Cuando creímos en la idea de la independencia, de la reforma, de la revolución, de la igualdad, de la libertad o de la soberanía fue cuando logramos avanzar en ese sentido.

Esta semana participé en una conmemoración de Adolfo López Mateos. En su tiempo, él unió, impulsó, movió e inspiró a los mexicanos con la idea de la ineludible grandeza nacional. Con esa idea se cobijaron 50 años mexicanos.

Es esa comprensión no por lo que dice la cifra o la encuesta o el índice, sino por el entendimiento de quiénes somos, de lo que queremos y de lo que podemos.

El tiempo mexicano actual requiere de ideas. Es cierto que se han generado y que nos han sido propuestas. Pero necesitamos convertirlas en propias. Se gobierna con hombres, con leyes y con instituciones, pero, adicionalmente, con ideas. No ha existido gran nación carente de ideas ni que haya confesado que “se solicitan ideas”. Por eso, los mexicanos necesitamos construir nuestra idea. Trabajemos en ello sin descanso, pero, también, sin cansancio.

La idea es la fuerza motriz de las naciones en dirección de la historia. Julio César propuso la idea del imperio cuando todos los romanos seguían amarrados a la concepción autómata de la república. César ya no vivió para ver el Imperio. Pero con César o sin él, Roma sería imperial y dejaría de ser republicana. Todos estuvieron en contra de César, pero todos se equivocaron.

A finales del siglo XVIII, los colonos de Norteamérica, recién independizados, encontraron su idea, hasta entonces innovadora casi hasta la fantasía. Serían república, democrática, liberal, constitucional y federal. Cuando los “inventores” de ese ensayo lo propusieron a los otros constituyentes, casi todos se opusieron. Para su fortuna tuvieron el prodigio de recapacitar y de rectificar. Hoy se les conoce como “los padres fundadores” y su nación no sólo así los denomina, sino que así los reconoce y los honra. He allí la diferencia entre la ceguera de Casio Longino, de Tulio Cimber, de Servilio Casca, de Decio Albino y de Marco Junio Bruto, que no pudieron ver ni los siguientes 20 años romanos, mientras que la videncia de James Madison, de Alexander Hamilton, de Benjamín Franklin, de John Adams, de Thomas Jefferson y de George Washington pudieron ver 200 años estadunidenses y los siglos aún por venir.

En cuestiones de política, al final todos tenemos la razón. La diferencia estriba en que algunos la hemos tenido a tiempo y otros la tienen cuando ya no hay remedio.

 

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