La gigantesca tormenta, de categoría 2, toca tierra en Marco Island y dirige sus fuerzas hacia el noroeste. Dos millones de personas pierden la luz. Las inundaciones causan enormes daños
Florida está en el ojo del huracán. Bajo vientos de 215 kilómetros por hora, el monstruo meteorológico en que ha devenido Irma ha impactado en Estados Unidos. No por Miami, donde se temía una embestida masiva, sino por el suroeste de la península. Primero Los Cayos y luego en Marco Island en dirección norte hacia Naples, Fort Myers y Tampa. Una vertical de zonas residenciales, donde cientos de miles de jubilados buscan paz y descanso. En ese espacio dorado el huracán iba a desatar su furia y poner a prueba una de las mayores evacuaciones de la historia de EE UU. Millones de personas, encerradas en sus casas o refugios, sintieron su filo.
El huracán trajo consigo el mismo ejército de tormentas, marejadas y ráfagas explosivas que habían sembrado decenas de muertos y miles de millones en pérdidas en Cuba, Barbados, San Martín y las Islas Vírgenes. Con esta credencial, el domingo le llegó el turno al sureste estadounidense.
La pesadilla irrumpió con fuerza y puntualidad meteorológica. Al despuntar el alba, los primeros vientos golpearon los Cayos y empezaron a extenderse por el sur de la península. Más de dos millones personas quedaron sin luz y las inundaciones se multiplicaron a lo largo de la costa. El viento y el caos hicieron el resto. Casas sumergidas, coches arrastrados, carreteras inutilizadas. La devastación material fue grande, pero los daños humanos (tres muertos por accidente de tráfico, al cierre de esta edición) parecían haberse minimizado en comparación con otras catástrofes.
En previsión del golpe, el cuarto Estado más poblado de la nación (21 millones de habitantes) había emprendido una gigantesca operación de evacuación y acogida. En los días y horas previos, la Guardia Nacional fue movilizada, más de seis millones de personas fueron conminadas a abandonar sus hogares y a decenas de miles se les dio techo en 393 refugios públicos.
Todo ello ayudó, pero cuando Irma se abalanzó definitivamente sobre Florida, la capacidad de maniobra se volvió escasa, casi nula. Tras intensos días de preparación y alerta, la suerte estaba echada. Era el turno de los elementos. “Miren por sus vecinos, por su familia. Ayuden a quien puedan”, afirmó el gobernador Rick Scott.
El archipiélago de los Cayos fue el primero en recibir el ataque. Con un largo historial de huracanes y desastres, el último en 1998 con Georges, su exposición a los vientos y al aumento del nivel del mar le hicieron una víctima perfecta. La subida de las aguas inundó los islotes y dejó la consabida estela de destrucción. Estados Unidos, que durante días ha seguido con una mezcla de terror y pasión el avance del huracán, empezó a removerse en la silla. Las imágenes de desbordamientos masivos y paraísos rotos ametrallaron las redes sociales y las televisiones. “Se ha tratado de una situación extremadamente peligrosa y potencialmente letal”, indicó el Servicio Meteorológico Nacional. La cuantía del impacto se desconocía, aunque pocos dudaban que iba ser alto.
Tras dejar atrás lentamente los Cayos, el huracán se encaminó hacia la costa oeste. Miami, al oriente, se había librado de ser el punto de impacto. Como zona más densamente poblada de Florida, un ataque frontal podría haber significado un Armagedón. Pero fuera del rumbo de colisión, la ciudad tampoco se libró de la pesadilla. Las ráfagas de viento llegaron a alcanzar los 160 kilómetros por hora y las aguas de su espléndida costa rompieron en innumerables puntos las barreras de contención. Hubo apagones, cayeron grúas desde rascacielos y muchas calles se volvieron inmensos canales. Nadie podía salir de sus viviendas y hasta la policía dejó de prestar servicio ante la fuerza de los elementos. Gris y azotada, Miami parecía una ciudad en retirada.
“El huracán está siendo malo, muy malo, como esperábamos. Para nosotros no es terrible, porque estamos seguros, pero el miedo es que pueda haber algún tornado”, contaba Juan Castillo, ingeniero estadounidense. Refugiado en su casa con diez miembros de su familia, dedicó el día a leer y ver la televisión. Aunque sin bajar la guardia: “Hasta que no pase no se puede dar por acabado”.
Aún más inestable parecía el frente occidental. Una franja costera hacia la que, al cierre de esta edición, se dirigía Irma y donde se alternan largas y opulentas urbanizaciones con zonas ocupadas por inmigrantes dedicados al campo y la construcción. En esa línea había al menos dos puntos donde podía tomar tierra el huracán. El primero correspondía a la ciudad de Naples (22.000 habitantes), en cuyo anillo metropolitano residen miles de jubilados. Y el segundo, era Tampa y su área de influencia: más de cuatro millones de habitantes.
El temor en esta zona costera era que Irma elevase el nivel del mar hasta cuatro metros y dejase las casas bajo el agua. Un escenario terrible que podía traer consigo la tragedia y dejar sin hogar a miles de familias que no han asegurado sus viviendas.
“Mi casa vale más que cualquier indemnización millonaria, muchacho. Yo soy esa casa y no puedo permitirme perderla”, decía Peter Akey, 64 años, bronceado y con el pelo revuelto de color plata. También andaban preocupados por los efectos de la tormenta John Flaherty, 75 años, y su esposa Joanne. Esta pareja de jubilados de Boston posee una vivienda en Naples y tiene un pequeño bote en el puerto. Ante el huracán se habían ido a un hotel. Salieron de casa a toda velocidad el sábado por la mañana y se trajeron lo que ellos consideran básico. “Unas chanclas, mi esmoquin negro y suficiente vino para sobrevivir al peor huracán de la historia. A ver si el de arriba se levanta por la mañana y decide salvar mi botecito del ojo del huracán”, bromeaba John.
Un tono muy distinto mostraba Daniel Castellano. Este hondureño de 19 años había ido a Naples en bicicleta en busca de comida enlatada. En su casa, no había alimentos suficientes para aguantar el temporal. “Estoy un poco nervioso. Viniendo para acá aguante hambre, desvelos y gangas [bandas criminales], pero no sé, quién sabe si puede que este huracán sea hasta más tremendo que aquello”, decía.
El alcance de la destrucción es aún un enigma. Sólo con el paso de los días se conocerá hasta dónde llega el zarpazo del huracán. Las medidas han sido múltiples y las alertas intensas. El objetivo prioritario ha sido que el coste en vidas humanas sea menor que en otras catástrofes similares. Con Andrew, en 1992, fallecieron 65 personas, se perdieron 65.000 viviendas y los daños superaron los 26.000 millones de dólares. El balance de Irma, que mantendrá su actividad al menos mañana y pasado, tardará en conocerse. Pero este domingo ya se pudo sentir su devastador aliento. Una potencia demoledora que después de una semana de destrucción ha tomado rumbo norte y puesto a temblar a quienes la veían como lejana. En Georgia se ha pedido a 540.000 personas que abandonen la costa. Y en Alabama, Carolina del Norte y Carolina del Sur ha sido decretado el estado de emergencia. La amenaza de Irma sigue viva.