Rogelio Núñez Castellano
Entre el pasado 30 de marzo y el 2 de abril, América Latina generó un vendaval de noticias que ocuparon el centro de atención no solo regional, sino también mundial: la crisis institucional en Venezuela, los disturbios en Paraguay, la tragedia humanitaria en Colombia, la movilización liderada por uribismo en ese mismo país y, por último, la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Ecuador. Aunque cada uno de estos hechos respondía a dinámicas propias de cada nación, también es verdad que todos estos sucesos desnudaron muchas de las asignaturas pendientes que arrastra la región y que se alzan como sus principales retos a corto y medio plazo.
La crisis política y social en Venezuela y sus secuelas refleja las grandes dificultades por las que atraviesan los heterogéneos regímenes que tan de moda estuvieron hace una década, los conocidos, acertadamente o no, como “socialismo del siglo XXI”. Tanto los Gobiernos que más claramente se adecuan a esa definición como sus aliados (el kirchnerismo argentino) y los situados en la izquierda moderada (el hegemónico PT de Lula da Silva, por ejemplo) han entrado en una etapa de reflujo y decadencia. Desde 2015 la región ha dado sobradas pruebas de ello: ese año la oposición antichavista de la Mesa de Unidad Democrática ganó la mayoría en la Asamblea venezolana y el kirchnerismo perdió las presidenciales. En 2016 Evo Morales vio frustradas sus expectativas de reelección al ser derrotado en un referéndum sobre la reforma constitucional, mientras que Dilma Rousseff perdía la presidencia vía impeachment y el PT se hundía en los comicios locales sacudido por la corrupción.
En 2017, Nicolás Maduro intenta acabar con las competencias de la Asamblea opositora mientras desata la represión de las protestas en las calles. A la vez ha comprobado que se encuentra aislado a escala regional: ya no existe aquel antiguo eje chavista que cubría Latinoamérica. La victoria del correísta Lenín Moreno en Ecuador parecería mostrar que “el socialismo del siglo XXI” resiste a esa decadencia y que el reflujo se ha detenido. Sin embargo, el cómo se ha producido ese triunfo arroja nuevos datos que confirman la marea baja: el correísmo ha pasado de ganar en primera vuelta y por amplio margen en 2009 y 2013, a verse obligado a disputar una segunda vuelta e imponerse por poco más de dos puntos a la alternativa anticorreísta encabezada por Guillermo Lasso.
La crisis venezolana y la fuerte polarización ecuatoriana son reflejo de unos países en los que las hegemonías incontestables son una rara avis (sobrevive apenas el orteguismo en Nicaragua) o se han acabado (recuérdese que en 2011 Cristina Kirchner se impuso en primera vuelta y lo hizo por 37 puntos de diferencia). Ahora, en América Latina, la gobernabilidad es más compleja, como evidencian los choques de poderes y las crisis institucionales en Venezuela, pero también las tensiones entre el Congreso fujimorista y la presidencia de Pedro Pablo Kuczynski en Perú, o entre el Ejecutivo de Mauricio Macri y el fraccionado Legislativo argentino.
Es más complejo gobernar América Latina porque la situación económica ya no es de bonanza (como durante la década dorada 2003-2013) y eso tiene un correlato social: aumento del malestar, sobre todo entre unas clases medias más empoderadas y movilizadas en pos de elevar sus condiciones de vida (infraestructuras más modernas, mejor transporte, salud, educación, seguridad…). Los Estados latinoamericanos, ineficaces e ineficientes y con menores recursos, a duras penas pueden canalizar las presiones que reciben de esas sociedades crecientemente mesocráticas. Prueba palpable de esa ineficacia e ineficiencia es lo ocurrido en Colombia (y desde comienzo de año en Perú): el desastre humanitario provocado en Mocoa deja en evidencia a unas Administraciones públicas, en este caso municipales y provinciales, que se ven desbordadas por los asentamientos ilegales que proliferan en los cauces de los ríos, y a un Estado ausente, incapaz de poner en marcha políticas para prevenir, o al menos aminorar, los efectos de las lluvias torrenciales.
Un Estado que fracasa igualmente a la hora de brindar seguridad a sus ciudadanos: el incremento de los robos y crímenes y, sobre todo, el aumento de la sensación de inseguridad hieren la legitimidad de unas instituciones desbordadas, cuyas actuaciones oscilan entre la “mano dura” y la “mano blanda” pero sin un plan a largo plazo. El asesinato este mes del jugador de la selección de fútbol de Panamá Amílcar Henríquez, en Colón, es un buen ejemplo de cómo la inseguridad y la sensación de inseguridad se retroalimentan y acaban socavando al Estado.
Las instituciones son débiles, fallan y a menudo están sumidas en la corrupción o captadas por el crimen organizado. Y es en esos casos cuando emergen los personalismos, como en el Paraguay de Horacio Cartes, donde el oficialismo trata de recurrir a la reelección presidencial. Lo hace forzando los límites de lo legal y lo constitucional, “en medio del partido”, y desatando una “rebelión” popular. En Latinoamérica la regla general es que el ciudadano no cree en un Estado, el cual o bien no funciona adecuadamente, o bien es prisionero de determinados intereses. Esto golpea en la línea de flotación a los partidos tradicionales y permite el ascenso de otras fuerzas que levantan la bandera electoral de la lucha contra la corrupción. La movilización encabezada por el uribismo en Colombia el 1 de abril pone sobre la mesa uno de los temas que está marcando todas las citas electorales (y lo seguirá haciendo en el futuro): la corrupción, cuyo ejemplo más prominente, a nivel continental, es el caso Odebrecht. Las nuevas clases medias piden transparencia y tienen menor tolerancia hacia la corrupción, mucho más en una coyuntura de lento crecimiento o crisis.
Todos estos acontecimientos nos hablan de una América Latina en transición que, mientras no acometa reformas profundas en los terrenos político, social y económico, se verá amenazada por nuevas crisis institucionales y de gobernabilidad y la emergencia de renovados populismos, producto de una sociedad que descree en sus instituciones. La receta es relativamente fácil de describir pero compleja de llevar a cabo, sobre todo, si no existe voluntad y fortaleza política. Los países de la región, en líneas generales, no han avanzado en la construcción de Estados capaces de atender las demandas sociales en salud, educación y seguridad. La economía ha crecido a un ritmo muy alto, sobre todo entre 2003 y 2008, gracias al tirón de las materias primas. Sin embargo, ese crecimiento no se basó en una apuesta por la productividad y la competitividad, ni por la diversificación de las exportaciones. El reto de regresar a los altos crecimientos de hace un cuatrienio pasa por priorizar e invertir en capital humano (educación), físico (infraestructuras) y en innovación para ser más productivos y competitivos. En materia social, América Latina ha visto cómo se reducía la pobreza en estos años, pero las nuevas clases medias son en gran parte vulnerables en caso de crisis o estancamiento económico de larga duración, como ocurre actualmente.
En definitiva, el mejor antídoto para defender la democracia contra los populismos y los movimientos demagógicos de izquierdas y derechas es un Estado eficaz y eficiente que impulse políticas públicas que combatan la pobreza y la desigualdad y amparen un desarrollo económico innovador y con una matriz diversificada. Esa es la agenda urgente que la región tiene por delante, ante la cual es un lujo perder los trenes que pasan. Más que nunca, parafraseando a José Ortega y Gasset, cabe decir: “Latinoamericanos, a las cosas”.
*Rogelio Núñez Castellano es subdirector de Infolatam e Investigador del IELAT (Universidad de Alcalá).