Gardenia Mendoza Aguilar
TENOSIQUE, México.- Los golpes al portón de la entrada principal despierta a más de uno entre los cientos de inmigrantes que a las 3 de la mañana intentan dormir en colchonetas sobre el piso del albergue “La 72”, en Tabasco, al oriente de la frontera con Guatemala.
Digna Márquez, una mujer en silla de ruedas con un bebé de ocho meses en brazos y su esposo Pablo Andino buscan con urgencia un refugio temporal para pensar cómo llegar a Estados Unidos después de recorrer casi 2 mil kilómetros desde Santa Cruz, Honduras, para ponerse a salvo de sus victimarios.
“Ayúdenos”, suplica Andino al sacerdote Tomás González, fundador del albergue.
González fue “tomado por sorpresa” desde hace cuatro meses por el incremento de familias y madres solteras con niños y menores solos para quienes no hay condiciones de atención.
Falta leche, biberones, chupones, pañales, cuneros, medicamentos, pediatras, juegos e infraestructura para atender a los 15 niños centroamericanos (90% hondureños) que en promedio llegan cada día al albergue.
Ahora mismo hay 22 chiquillos durmiendo en el piso, en un cuarto que antes era sólo para unas cuantas mujeres. Y siguen contando en los cuatro albergues católicos de la frontera sur.
Una vez dentro de “La 72”, los Andino dicen que huyeron de su pueblo porque un grupo de delincuentes hicieron quebrar con extorsiones su negocio de venta de verduras y después pretendían obligar a Pablo a cambiar las lechugas y tubérculos por cocaína y marihuana.
“Tienes hasta mañana para pensarlo o se muere tu hijo y tu mujer en la silla de ruedas”, dijeron.
Y con esas amenazas no se juega. Lo saben quiénes lidian todos los días con la violencia atribuida a los pandilleros maras como la hondureña Amelia Martínez, de 32 años, oriunda de Arenales, quien emigró hace dos días atrás con dos niños anémicos de 7 y 2 años de edad.
Con la piel pegada en los huesos, cuenta que su ex pareja la amarraba para evitar que saliera a trabajar mientras él se drogaba con sus amigos pandilleros. “Mi niña tenía hambre y yo, sin comer, ya no tenía leche”, cuenta sin contener las lágrimas al ver que puede volver a amamantar a la menor después de desayunar arroz y frijoles.
Ya no puedo regresar, si regreso me mata. Él ya ha matado.
Para gente como Amelia o los Castillo, los Ruíz y los Martínez, un grupo de 15 parientes de la etnia garifuna entre hijos, primos, tíos y cuñados que llegan a media mañana a Tabasco con siete niños a cuestas, volver no es una opción si hay esperanzas.
“Allá nos van a dar papeles”, dice Orbi Ruíz después de pasar lodazales y ríos porque escuchó en televisión sobre la crisis humanitaria de los niños inmigrantes en EEUU y, dedujo que tenía oportunidad si llegan con críos. «El albergue se está llenando de familias, principalmente madres solteras, que creen en rumores de amigos o familiares de que si llegan a EEUU con niños pueden pasar con documentos», detalla el cura González.
Al medio día, el albergue en Tenosique ya sumó 30 menores de edad que se corretean unos con otros mientras las mujeres que acaban de conocerse cuentan sus historias que las llevaron a ser padre y madre al mismo tiempo, algunas esperan dinero e instrucciones de familiares para seguir el camino en autobús.
Comenzaron a parir muy jóvenes, mucho antes de los 20. Damaris Peña, de 24 años, oriunda de San Pedro Sula, dejó a su niño de 10 años con su abuelo paterno y viaja rumbo a Los Ángeles con tres chicos de 6, 3 y 1 de edad; Wendy Rosales, de 30 años, dejó a dos hijos con su hermana y llevados a Miami acompañada de su novio con quien quiere procrear uno más.
Otras madres huyen para no caer en los mismos esquemas. Dunia Cruz, de 34 años, carga con sus tres hijos, una muchacha de 14 y dos varones de 10 y cuatro. “Mi país ya no es para los niños, no ahora”, dice.