En Nochixtlán, Oaxaca el domingo 19 de junio sí hubo muertos. Hubo cadáveres, hombres con nombre y apellido. La mayoría no eran maestros, eran pobladores y las balas de la policía los atravesaron. Unos murieron instantáneamente, otros alcanzaron a llegar al centro de salud desangrados. SinEmbargo conversó con las familias de dos de ellos. Un padre de familia que dejó una viuda y tres hijas, y un joven que daba catecismo, quería ser chef y comprarle una casa a su mamá. En ambos casos, las autoridades hasta las actas de defunción les regatearon: tardaron seis días en entregarlas, hasta que las familias las exigieron incluso con abogados.
Shaila Rosagel / SinEmbargo
Nochixtlán.– Era un catequista que quería ser chef. Tenía 19 años y el domingo 19 de junio abordó una ambulancia para ir a recoger heridos a las afueras del pueblo, donde la Gendarmería y policías federales y estatales disparaban armas de fuego en contra de los pobladores. Le metieron tres balazos. Uno de ellos le entró por la pelvis y le salió por un costado, pero antes le perforó la arteria iliaca izquierda. Sus últimas palabras se las dijo a una enfermera segundos antes de entrar en shock: “No me deje morir, por favor”. Después de eso murió desangrado.
Fue Jesús Cadena Sánchez, el único hijo varón de Patricia Sánchez Meza. No tenía absolutamente nada que ver con el movimiento de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) ni con el bloqueo a la autopista México-Oaxaca. El día que murió quiso ir a recoger heridos para llevárselos a la parroquia, en donde el párroco y los pobladores de Nochixtlán improvisaron una sala de urgencias para atender a los baleados y golpeados.
“No sé porqué mi hijo se fue para allá. No sé para qué. ¿Por qué?”, repite su madre con la voz quebrada y apenas perceptible. Han pasado tres semanas de la muerte del muchacho y ella aún tiene el altar con veladoras, santos, flores y fotos de su hijo en una cocina con piso de cemento. Le pone dulces y la música que le gustaba. La última vez que lo vio fue ese domingo en la mañana. Se acababa de levantar y Patricia se despidió para ir al mercado a comprar algunos víveres. Era día de plaza y la mujer salió de la vivienda rumbo al centro.
Antes, Patricia escuchó el repicar de las campanas de la iglesia y varios cohetones. Su hijo aún dormía, eran como las 8:00 de la mañana y ocupada en sus quehaceres, no le dio importancia.
Cuando regresó de las compras, buscó a Jesús, pues de acuerdo con el plan familiar, Patricia y sus hijos visitarían el Panteón Municipal para llevarle flores a sus muertos porque era día del padre. El muchacho no contestó.
“Los domingos nos levantábamos tarde y pasábamos el día juntos. Cuando regresé ya no lo encontré. Para a esa hora ya había mucho relajo en la calle, se escuchaban los truenos, las balas y los gritos. Me salí de la casa y me fui a la parroquia, pensé que ahí estaría. Cuando llegué me dijeron que mi hijo se había subido a una ambulancia para ir por heridos”, narra.
Patricia intentó comunicarse con su hijo, pero no contestaba. Creyó que la llamada no entraba porque no traía suficiente saldo. Caminó rumbo a su casa y puso una recarga. El celular de Patricia sonó minutos más tarde. Era Jesús.
–Mamá, ven por mí. Me dieron un rozón –le dijo.
–¿Dónde estás mijo? –le contestó Patricia.
–Acá en el bloqueo. Los federales nos están aventando balazos. Ven por mí mamá – le pidió… y la llamada se cortó.
“Me dijo un rozón, pero mi hijo tenía tres balazos. Yo corrí hacia las afueras del pueblo. Los balazos me pasaban zumbando por los lados. Una de mis hijas me quiso detener, pero yo tenía que ir por mijo”, relata.
Estaba blanco y pálido, estaba muerto
No alcanzó a llegar al bloqueo, porque en medio del alboroto ya no pudo pasar. Patricia caminó hacia el centro de salud. Ahí el médico le dio la noticia: su hijo había muerto.
“Me dijo: ‘lo siento mucho señora, su hijo ya murió. En cuanto llegó al hospital entró en schock, se desangró. No pudimos hacer nada’. Yo le contesté: ‘no es cierto, no es mi hijo’ y el doctor me dijo que pasara para que lo reconociera. Yo le decía: ‘no es mi hijo’. Uno de los policías del pueblo estaba en la entrada de donde tenían a los muertos, y me dijo: ‘tiene que ser fuerte’. Él ya sabía que era mi hijo y pues sí, entré y era mi hijo”, dice Patricia. Hay un silencio. La mirada se le humedece.
La mujer solloza. Hasta ese momento se contuvo. Solloza, no llora. Traga saliva, aprieta los puños. Suspira.
“Era mijo. Era mijo. Estaba blanco blanco, pálido. Estaba ahí. Estaba muerto”, dice.
Ese día le entregaron el cadáver de Jesús, pero no el certificado de defunción. Patricia tuvo que pedirle a un amigo abogado que le ayudara a exigir el acta. Se la dieron el 25 de junio, seis días después de la muerte.
El documento certifica que Jesús murió el 19 de junio: “Causa de muerte: choque hipovolémico severo producido por hemorragia interna intensa, producida por perforación de arteria iliaca izquierda, producido por proyectil disparado por arma de fuego”.
“Tipo de defunción: violenta”, certificó el médico Julio Velasco Nuños.
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A los muertos de Nochixtlán les pusieron una bandera de México sobre el ataúd. A varios de ellos los enterraron así. Pero la de Jesús se quedó en su casa. Su madre la tiene en la habitación que es cocina, comedor y ahora un altar en su memoria.
“DEP Jesús Cadena Sánchez ¡¡un héroe!! La existencia de Jesús no terminó ni hoy ni aquí, Jesús seguirá vivo y en cada corazón y en cada idea de justicia, paz, amor y libertad, por su pueblo, para su país y para el mundo”, dice una leyenda escrita con pluma sobre la tela tricolor.
Patricia tenía cinco hijos: cuatro mujeres y un varón. El padre murió cuando eran pequeños y la madre se mudó con sus padres a Nochixtlán.
Viuda, se hizo cargo de sus hijos lavando y planchando ajeno. A Jesús le gustó la escuela, pero cuando terminó la preparatoria no hubo dinero para continuar la universidad.
“Hace año y medio murió mi papá y todos se graduaron de la secundaria, de la preparatoria y tuve muchos gastos. Entonces le dije a m’ijo que descansara un año para juntar dinero para la universidad. Él se puso a trabajar para ayudarme, quería ser Ingeniero Civil o chef. Me decía que cuando trabajara me iba a comprar una casa, porque no tenemos casa, esta es de mi padres”, dice Patricia.
Jesús era tranquilo. No fumaba ni bebía y desde hace tres años daba catecismo en la parroquia. Patricia saca de una bolsa de plástico varias fotografías. Ahí el muchacho sonríe con sus amigas y amigos. En otra imagen carga en brazos a su sobrina recién nacida.
Sobre la mesa Patricia coloca tres fotografías. En dos se puede ver una valla humana de policías y en otra un helicóptero sobrevolando y humo. Las tomó Jesús con su celular minutos antes de morir. Fue lo último que vio.
“Le tomó fotos a sus asesinos con su celular. Salen movidas, porque las tomó desde la ambulancia”, dice Patricia.
Una de las fotografías está borrosa. Jesús bajó del vehículo después de tomarlas y ahí recibió los tres impactos de bala. Fue acribillado.
Días después del sepelio, Patricia revisó el celular de Jesús, un viejo Nokia, aún de teclas. Imprimió las imágenes que encontró y las resguarda como la prueba de lo último que vieron los ojos de su hijo, antes de ser baleado.
Patricia ofrece dulces. Sobre el altar de Jesús, hay un puño en el interior de un pequeño recipiente de cristal. La mujer recuerda que a su hijo le gustaban mucho.
También le gustaba llegar, abrazarla y darle un beso. Antes de salir a algún lugar, recibir la bendición de su madre. Los sábados dormirse tarde viendo películas y comiendo palomitas con ella.
Ahora su madre de luto y en pleno duelo, no se conforma. Parece esperar su llegada.
“Ese día no le di la bendición, porque se supone que me esperaría aquí en la casa. No sé porqué se fue mi hijo. Me dicen en la parroquia sus amigos que le dijeron: ‘Jesús no vayas. Está muy feo, no vayas’. Y él les contestó: ‘voy a ir por heridos’, cuando se dieron cuenta, él ya no estaba, se había subido a la ambulancia”.
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Yalid Jiménez Santiago cayó muerto enseguida de Jesús Cadena. Tenía 29 años. Le metieron tres balazos y uno de ellos le atravesó el corazón. Murió instantáneamente a las afueras Nochixtlán, en donde los pobladores intentaban impedir el paso de los policías con palos y piedras.
Jiménez trabajaba en el sector salud. Era trabajador social y laboraba en Santa María Apazco, una comunidad del municipio de Nochixtlán. El día que murió se despidió muy temprano de su mujer y sus tres hijas, Ángeles, Dayana y Yamilet, pues había quedado con sus padres de visitarlos.
“Yo estaba esperando a mi hijo. Cuando sonaron las campanas de la iglesia, salí y vi un corredero de gente, humo y se escuchaban los balazos. Me hablaron y me dijeron que estaban atacando la barricada de los maestros. Entonces le dije a mi mujer: ‘yo tengo que ir a ayudar, yo no sé’… y me fui”, recuerda Juan Antonio Jiménez, padre de Yalid.
Cuando Juan se fue al bloqueo, llegó Yalid a la casa paterna. Preguntó por Juan y al enterarse que su padre estaba en la entrada del pueblo, tomó agua, vinagre y unas botellas de Coca-Cola y corrió a buscarlo.
Pero en la trifulca no lo encontró.
“Los federales estaban disparando y se me acerca un maestro y me dice: ‘Juan, tu hijo está herido del otro lado’. Yo corrí a donde me dijeron que estaba, pero cuando llegué ya se lo habían llevado”, recuerda.
Juan Antonio buscó a su hijo en el centro de salud, en la parroquia y no lo encontró. Yalid ya estaba en la funeraria.
“Me hablaron y me dijeron que ya estaba en la funeraria. Cuando llegué mi hijo estaba caliente todavía. Se murió luego y se lo llevaron directo a la funeraria. Todavía lo abracé, ya no había nada qué hacer. Un balazo le destrozó el brazo, otros dos le dieron en la espalda. Fue un francotirador. Una bala le atravesó el cuerpo y le perforó el corazón, fue la que mató a mi hijo”, dice.
Juan Antonio está entero. No puede quebrarse, sus tres nietas están ahí, abrazadas a él, mientras transcurre la entrevista. Las niñas tienes seis, siete y nueve años. Delgaditas, pelo lacio, ojos negros centelleantes. Miran y se sientan a un lado del abuelo.
“Yo me voy hacer cargo de ellas. Si ellas quieren, les voy a dar estudio. Sus tíos ya me dijeron que a sus sobrinas no les hará falta nada”, dice.
–Pero será pesado para usted solo.
–Yo puedo. Voy a poder sacarlas adelante.
–¿Dónde vivirán?
–Aquí en la casa. Su mamá ya sabe que puede vivir aquí, no necesita trabajar. No quiero que mis nietas anden por ahí o que vayan a sufrir.
El padre de Yalid como Patricia, tiene un altar dedicado al hijo muerto. Hay fotos del muchacho recibiendo su título de “Técnico en Trabajo Social”, tocando una guitarra y riendo abrazado de sus parientes.
–Trae la foto grande de tu papá –le dice a la nieta mayor.
–Aquí está mi papá –obedece una niña de gruesa trenza negra.
–Así estaba mi hijo cuando murió –dice Juan mientras muestra la fotografía de un Yalid de 29 años: un hombre joven, delgado, que esboza una sonrisa.
Su hijo, dice, era tranquilo. Se dedicaba a cuidar de su familia y no tenía vicios.
“Su único vicio era la música. Tenía un grupo musical y salían a tocar. Tenía una vida artística también. Le gustaba mucho y ahí la llevaba, le iba bien”, relata Juan Antonio.
Yalid prometió regresar a Santa María Apazco el martes 21 de junio, para concluir con unos trámites. Había tenido una semana pesada. “Sí regresó, pero para que lo enterraran. Allá quedó, lejos de la gente, en lo solo, como a él le gustaba”, dice el padre.
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El padre de Yalid asegura que ninguna autoridad federal o estatal se ha acercado a la familia. Ni para bien ni para mal. Al igual que la madre de Jesús Cadena, Juan Antonio tuvo que presionar a las autoridades para que le dieran el certificado de defunción.
“No me lo querían dar. Lo que sí no me dieron fue el peritaje, los resultados de la autopsia”, reclama.
El hombre no cuenta con un dictamen que indique con precisión el diámetro de las balas ni el calibre del arma de fuego asesina.
Lo mismo sucede en el caso de Jesús Cadena. Su madre afirma que solo tiene el certificado de defunción, en donde se indica la causa de la muerte, pero no el resultado de la autopsia.
Ambos jóvenes murieron con balas incrustadas en el cuerpo.
“No hay peritajes, no dan la información completa. ¿En qué país vivimos? ¿Por qué nos tratan así? Dicen que somos unos indios, pero yo quiero que alguien me diga: ‘yo maté a tu hijo por esto’ o ‘yo fui quien mandó matar a tu hijo’. Exijo justicia. No sólo quiero saber quién lo mató, sino quién dio la orden. Todo eso lo tengo que tener muy claro, tienen que decírmelo muy clarito. Es la mejor justicia que se le puede dar a mi hijo”, dice Patricia.
Como Patricia y Juan Antonio, hay otras familias que exigen justicia. Las de los otros muertos que, oficialmente, son ocho [Jesús Cadena, Óscar Luna Aguilar, Yalid Jiménez, Omar González Santiago, Anselmo Cruz Aquino, Óscar Nicolás Santiago, Silvano Sosa Chávez, Jovan Azael Galán Mendoza y por confirmar Elidio Ramos Zárate y Raúl Cano] y que, de acuerdo con la CNTE, son 11. Pero también están los heridos.
De acuerdo con las organizaciones civiles que han trabajo en Nochixtlán, como CódigoDH y Fundar, Centro de Análisis e Investigación, hay 120 heridos confirmados y una cifra negra elevada por todos aquellos que por miedo, no se han atendido.
“Hay heridos graves, que requieren de cirugía. Muchos se salieron fuera del estado a buscar ayuda. Hay unos que tienen la bala. Hay de todo, mujeres, niños incluso, pero no han acudido al hospital. Hay un chavo de 15 años herido que fue ayudar a la parroquia”, dice Juan Antonio.
SinEmbargo solicitó una entrevista con el párroco de Nochixtlán para conocer detalles de los heridos y los muertos, pero la respuesta, a través de su secretaria, fue que no daría entrevistas a ningún medio de comunicación.
Sobre Yalid, el “Informe Preliminar Sobre Violaciones de Derechos Humanos 19 de Junio en Oaxaca” de Fundar y otras organizaciones recogieron el siguiente testimonio: “Él cayó al frente. Según versiones es de los que estaban al frente, es que cuando empezó el rafagueo de armas todos se tiraron al piso y él quiso, hasta donde sé, esconderse, irse hacia los árboles que están a la orilla de la carretera”.
En la casa paterna, las hijas de Yalid no comprenden lo que sucedió. La niña más grande, de nueve años de edad, se abrazó del féretro de su padre y le reclamó el no pensar en ellas, cuenta el abuelo.
A tres semanas de la muerte de su padre, ellas juegan, brincan alrededor de Juan Antonio, le toman de la mano y le piden que las lleve a pasear al centro. La viuda no sale de una de las habitaciones.
“Para ella ha sido muy difícil. No lo asimila todavía. Ese día se despidió de su esposo y ya no regresó”, dice Juan Antonio.
Lo mismo sucede con Patricia, la madre de Jesús Cadena, una madre huérfana de aquel beso del hijo que llegaba risueño de la calle y que comía palomitas con ella los sábados, mientras se amanecían viendo películas. (Por su importancia, este artículo fue retomado de sinembargo.mx )